¿Habremos vivido una mentira? Los partidos de fútbol que veíamos cuando comenzó el milenio, los de TVE-1 o las cadenas privadas, los resúmenes de Estudio Estadio o los primeros encuentros que pudimos ver a través de plataformas de pago, ¿eran falsos? ¿Estaban viciados?

Los presidentes del FC Barcelona, Joan Laporta, y del Cádiz, Manuel Vizcaíno, en el Camp Nou.

Los presidentes del FC Barcelona, Joan Laporta, y del Cádiz, Manuel Vizcaíno, en el Camp Nou. EFE

Cuando se pitaba un penalti a favor del Barcelona, ¿se trataba de una pena máxima que de verdad se había cometido, o esa decisión, la de señalar una o dejar de señalar otra, respondía a cuestiones extradeportivas, a presiones arbitrales como las que ahora denuncia el colegiado Albert Giménez?

Con la repentina y determinante irrupción en el mundo del fútbol español del caso de Enríquez Negreira ha aparecido también un extraño velo que inunda todos aquellos años, una especie de niebla espesa que invita a mirar el pasado, ese pasado, con una nueva perspectiva, una que enrarece de un modo especialmente amargo todos aquellos años futbolísticos. Aquellas temporadas que vivimos entendiendo que las competiciones deportivas eran exactamente eso, deportivas, y que, ahora, ante estos acontecimientos, parece que nuestra mirada estaba repleta, sobre todo, de ingenuidad.

La gran mayoría de los clubes se ha apresurado a darle a la potencial corrupción del número dos de los árbitros, y a las consecuencias que ha podido tener semejante comportamiento, la dimensión que tiene: una de sobresaliente envergadura. A nadie le gusta saber que aquello que vivió era, en realidad, mentira.

O que, al menos, no era del todo cierto.

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Sólo el Real Madrid, en un movimiento extraño que ojalá sólo tenga que ver con su alianza con el Barça respecto de la creación de la Superliga, se ha apartado del comunicado de la Liga de Fútbol Profesional que exige una investigación profunda de la relación entre Negreira y el club catalán.

Resulta evidente que los casi siete millones de euros percibidos por este excolegiado, su hijo o su sociedad, no parece que se hayan devengado exclusivamente por la elaboración y entrega de unos vídeos semanales sobre las actitudes o tendencias de los árbitros que pitaban al primer y segundo equipo del Barcelona. Creerse eso es como creer que el globo chino derribado por Estados Unidos hace pocas semanas sólo investigaba datos atmosféricos, o que fue el viento el que lo llevó a sobrevolar territorio estadounidense.

Pero claro, uno puede decidir creer lo que quiera o, incluso, olvidarse de todo de manera más bien súbita y señalar al Alzheimer por ello.

Los más de veinte años que el exárbitro ha venido percibiendo dinero del Barça mientras lo presidía uno u otro presidente (al parecer todos ellos han participado en esta dinámica sin molestarse en dudar de su legalidad o su ética) generan dos culpables fundamentales: quién recibía el dinero y quién lo pagaba.

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El vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros, lógicamente, se ha lucrado de una forma probablemente indefendible de una labor que en absoluto vale lo que le pagaban por ella, si es que se trata sólo de vídeos y si es que verdaderamente ese trabajo se producía.

Pero quien debe enfrentarse a este asunto en toda su magnitud es el Barcelona. La entidad deportiva catalana no puede despachar las acusaciones de haber roto las más evidentes normas del juego limpio acusando de antibarcelonismo a quienes buscan clarificar unos hechos que resultan verdaderamente alarmantes y que podrían llevar incluso a dudar de los títulos y resultados obtenidos por el Barcelona durante tantos años.

Además, si se juzgaran los hechos y se probara delito continuado de corrupción entre particulares, la suspensión de la actividad del F.C. Barcelona podría ser una posible consecuencia, algo que no merecen sus aficionados y simpatizantes. Joan Laporta haría bien en comprometerse a averiguar cómo es posible que uno de los clubes más importantes del mundo pagara a uno de los máximos responsables del organismo arbitral de su país. El barcelonismo no puede ignorar o minimizar las fatales consecuencias que el caso Negreira podría provocar.