Se esperaba mucho, pero la verdad es que Vladímir Putin no dijo ayer nada nuevo en su discurso sobre el estado de la NaciónY si después de un año de guerra no tiene nada más que decir es porque detrás de la imagen de hombre todopoderoso se oculta la debilidad de una persona que tiene miedo a su propio fracaso.

El presidente ruso, Vladímir Putin, durante su discurso a la nación de ayer.

El presidente ruso, Vladímir Putin, durante su discurso a la nación de ayer. Reuters

Podría haber convocado una movilización total. Debería haberlo hecho ya si realmente se atreviese a una ofensiva a gran escala. Pero no se atreve, y no se atreve porque es débil. No tiene nada que anunciar y por eso agita el muñeco de paja.

Lo cierto de su discurso es que ha anunciado una guerra larga. Y, si esto es así, es porque no puede plantear una guerra corta.

Y no puede por dos motivos.

El primero, porque tiene delante a un adversario muy difícil de derrotar. El segundo, porque teme la resistencia interna. Una resistencia que podría crecer conforme el mito del imperio ruso se deshace.

Si hay algo que la mitología nacionalista rusa no puede soportar es la debilidad. Reniegan del último zar, Nicolás II, porque, aunque impulsó la democratización del país y la revitalización de la economía y la cultura hasta niveles europeos, perdió la guerra de Japón. Y eso para los rusos fundamentalistas es imperdonable.

La imagen mítica, por el contrario, es la de Catalina, Pedro y Stalin, los poderosos y los crueles, los que consiguieron la unidad y la grandeza de Rusia. Y Putin se soñó a sí mismo como su continuador, el gran zar del siglo XXI, el rehabilitador de la alta traición perpetrada por Gorbachov, que se vendió a Occidente.

La cortina de humo de su nacionalismo imperialista toca la fibra sensible de las posturas más antidemocráticas.

En su discurso de ayer, Putin se empleó a fondo para explotar todos los tópicos de su imperialismo: el ataque externo para justificar la agresión contra Ucrania, la confusión del agredido con el agresor, la proclamación de la grandeza del Imperio, la condena moral de Occidente, la identidad nacionalista de la gran patria, el reclamo de lo ruso por encima de las fronteras, el uso del miedo, la promesa de seguridad y la legitimidad de la lucha contra el nazismo.

No se guardó ni una bala, quemó todas las naves dialécticas.

Pero nada, detrás no hay nada más que miedo y debilidad.

Es posible que a algunos occidentales les haya convencido. Quizás a la izquierda populista todavía le conmueva la retórica de la lucha soviética contra el nazismo. A lo mejor piensan que los occidentales somos nazis en el fondo.

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A la derecha encontramos algo parecido, pero con otro envoltorio. La defensa de los valores contra un Occidente pederasta y homosexual que corrompe a los niños. Algunos lo comprarán esperando que el cesaropapismo ruso sea la solución para la "decadencia de Occidente". ¡Quién sabe!

La única verdad es que no podemos perder de vista a los que sufren la injusticia. Si lo hacemos, caeremos en la trampa de las ideologías. "No te olvides de la víctima, o la justicia se olvidará de ti". Es muy fácil perderse en la grandilocuencia de los discursos, pero es muy difícil apartar la vista del que sufre injustamente.

Putin sabe que la Unión Europea y los Estados Unidos se han puesto del lado de las víctimas. Por eso ayer trató de combatir la justicia con un gran hombre de paja, pero no resultó convincente. Sabe que va perdiendo y tiene miedo.