El manejo de las palabras de Santiago Lorenzo (58) es asqueroso. El autor de Los Asquerosos hace diez años que no usa champú: “Y no se me cae (…) tampoco tengo caspa (…) El champú ni siquiera tiene una palabra propia en castellano. (…) ¡Y los anuncios de champú son tan idiotas!” (La Vanguardia). 

Con su nueva novela, un tour de force de su editor, el escurridizo Jan Martí (40), Tostonazo, me he partido de risa, donde suelo leer, en la cama, para cerrar el día. Y me reí tanto que no podía parar y confirmo que quedarse dormido después de diez minutos a mandíbula batiente es tan placentero como abrazar a Morfeo tras un buen orgasmo.

El escritor Santiago Lorenzo.

El escritor Santiago Lorenzo. El Cultural

A continuación, un pequeño diccionario de palabras estiradas y retorcidas, inventadas algunas, por el anacoreta Lorenzo con un estilo garboso que me recuerda y mucho a Eduardo Mendoza (79), cuando al extraterrestre Gurb, del que nada se sabe en Sin noticias de Gurb, le da por comerse el papel de los churros: 

“Me como los diez kilogramos de churros que he comprado. Me gustan tanto que, acabado el último, me como también el papel aceitado que los envolvía.” 

El vocabulario campestre de Tostonazo tira de exageraciones a cascoporro para describir las frustraciones vividas por el autor hace años, en la endeble industria cinematográfica española. Mi lápiz azul perdió punta de subrayar superlativos y sus contrarios: “timazo”, “grasuza”, “videcito” (para un vídeo insignificante), “solitón”, “eurines” (para cuatro duros), “hostiecitas”, “chungastre” (el mal rollo de despertarse por las mañanas) o “coparras” (por copazos). Todos los leí imaginando la dicción del Chunguito Juan Salazar (67), o la coña del coche de choque de Juan Muñoz, (57) la raya de Cruz y Raya. 

La trama encumbra a la capital abulense (160.000 habitantes) a la primera división del buen vivir. ¡Sí, ha leído bien! Y en ella transcurre “la vida macarruela” en la que deambula el protagonista, sufriendo vicisitudes de gente que va “cuadrangulándome las pelotas”. Y así, en sus peripecias, que parecen capítulos de un caballero andante de este siglo, ve “volar hostias como elepés”, se le “acecina el culo”, disfruta en el frío castellano de pasiones inesperadas -“amor me eferveces”- y escucha decir a Pacomio - uno de los veraneantes del misterioso pueblo segoviano en el que vive Lorenzo- que “su hija enmujerció y me la follapreñaron en seguida”. 

De la trama se intuyen amarguras de su paso por la industria de los “filmoides” en la que, si se hubiese sentido cómodo, habríamos perdido un novelista para disfrutar de un guionista. De sus andares me he apuntado el truquillo de pegar “las dos páginas chivatas” de los guiones para, cuando te lo devuelva la productora o la editorial, saber si lo han abierto, si se han despegado, o si te lo regresaron por defecto en caso de que sigan juntitas. Será por eso que el solitario Lorenzo no disimula en pequeñas venganzas con los listillos que todo oficio tiene -en este caso, Sixto- que como tenía enchufe “expandía opinión a catapulta”.  Y sazona la trama con palabras poco usadas que el lector disfruta yendo a ver si las inventó o las rebuscó: “dilecto”, “exangües”, “autótrofa”, “jambos”, “gordolobo” (una fea mala hierba, Verbascum Thapsus, también llamada Hierba del Paño, queque se fuman en el libro), “apanarrado” (con aspecto de hinchado y gordo) o “vagarosa” (para una camelia que crece sin dirección).

Al acabar (191 páginas) al lector le habría gustado vivir lo mejor de las aventuras narradas. Disfrutar de ese que “era tan vago que bostezaba durmiendo”. Encontrar en la fría Ávila los “morros de besar” del personaje, pero, eso si, no vivir lo malo. Eso no. Ese “tostonazo de gente” dejárselo al título. Y a las ventas, por miles, que el libro haga esta Navidad. Suerte, Jan. Muy merecida.