Mientras el mercurio se instala en las puertas del infierno, los barceloneses sentimos que nuestros lazos con España son, como siempre, sustanciales. O matrimoniales, en un sentido todavía más enjundioso.

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. EFE

Nuestros particularismos respecto a los demás españoles se resumen en una especie de rebeldía que no pasa nunca de pataleta. Cuando esta se manifiesta, parece que el domicilio común va a caer: adiós al amor y a los negocios.

Pero en cuatro días se ve con claridad la poca gravedad del asunto. Esto lo sabe Alberto Núñez Feijóo, sin duda. En cuanto le pusieron en la solapa el pin de “futuro presidente”, corrió a la Ciudad Condal a reunirse con el parné.

Y el parné estuvo encantado, tan sensible a los afectos madrileños.

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Otra cuestión es cómo, en el gran domicilio que es España, tiene Barcelona su habitación. Se diría que no parece el de una señora anciana y venerable, sino el de un adolescente malcriado, rebelde sin causa y proclive a todas las aristas emocionales características de tal edad.

Veamos los detalles, el paisaje.

Para empezar, cuelga de la pared un póster del Che Guevara sobre fondo del arcoíris LGTBI. Se podrá decir que la estulticia juvenil tiene esos extravíos, juntar a un legendario represor de homosexuales con la bandera reivindicativa de estos últimos. Casi como aquel Vázquez Montalbán cabalgando entre el comité central del PSUC y el lujoso restaurante Via Veneto.

Al lado del Che hay un cartel de unas jornadas informativas sobre okupación. El evento corre a cargo de una de las incontables y oscuras organizaciones nacidas desde la llegada al sillón municipal de la vieja okupa Inmaculada Colau. Los grupúsculos, de sospechosa financiación, se dedican a propagar, con mayor o menor éxito, todo el decálogo religioso de la nueva izquierda.

Mención aparte merece la higiene del cuarto barcelonés. Aquí y allá vemos latas de refrescos, botellas vacías, bolsas hediondas y añosa mugre. Sin distinción de zonas más o menos nobles, la degradación resulta generalizada, efecto de la incivilidad (qué lejos y olvidada queda la enseñanza de urbanidad) y la inoperancia de los servicios de limpieza.

Por desidia e invocación ecologista crecen malas hierbas, no se podan árboles y mueren los parterres. Hay parques, antes cuidados y agradables, convertidos hoy en desolación y suciedad.

En algunos acampan indigentes, llamados a esta urbe sólo hospitalaria con la pobreza y la delincuencia: Tourists go home, refugees welcome.

Por no hablar de las incontables palomas, verdaderas ratas aladas, y los jabalíes, animalitos a los que no se controla por servidumbre al sacrosanto y fingido ecologismo. Saltó a Twitter el caso de una señora con su compra que tuvo que ser rescatada de una parada de autobús, al verse rodeada por hambrientos y amenazantes suidos.

Si bien el peor animalario del panorama barcelonés es el humano. La más grotesca conjunción de decisiones políticas perversas ha dado con el desastre. La ciudad es ya capital de la delincuencia, la okupación y el crimen organizado.

El creciente hurto callejero de relojes más o menos lujosos tiene una causa curiosa. Parece que la camorra envía a cachorros aspirantes a entrar en la organización, y el rito de paso en cuestión es volver a Nápoles con un buen botín de pulsera.

Y así, mientras Barcelona coge aires italomarselleses, la policía está atada de manos en virtud de que hace unos años el Parlament, llevado por el populismo cupero, convirtió a las fuerzas de seguridad ciudadana en poco más que uniformados buenos y dialogantes en un mundo bueno, dialogante y tal.

A todo esto, recientemente pudimos observar a la señora alcaldesa gozando con nocturnidad en una sala de fiestas. Bailaba, se diría feliz por el deber destructivo cumplido, junto a Iván González (de artista Samantha Hudson, “antifascista” favorable a la prohibición de la policía y de Vox).

A ambos personajes, y a falta de una Siberia catalana, aquel comité central de Montalbán los hubiera enviado diez años a una celda de Montserrat llena de libros. Pero el PSUC, como la izquierda cultivada y civilizada que antaño conocimos, ya no existe.

Así que bien hará el parné barcelonés, con o sin Feijóo, en comenzar a limpiar y poner orden a este habitáculo barcelonés, que se ahoga en la porquería y la inseguridad.