La unión entre el deportista profesional y el deportista aficionado resulta mucho más nítida que la que puede producirse entre el músico profesional y el músico aficionado. ¿Qué diferencia las dificultades afrontadas por Rafael Nadal en Roland Garros de las afrontadas por un niño en la final del torneo de su club? Muy pocas.

Rafa Nadal eleva la copa de los mosqueteros al cielo de París.

Rafa Nadal eleva la copa de los mosqueteros al cielo de París. REUTERS

Por eso nos nace tan verdadera la pasión por el deporte. Nuestros ídolos hacen lo mismo que nosotros, sólo que delante de mucha más gente y a cambio de mucho más dinero. Estoy convencido de que tirar un penalti en una final de Champions no esconde ningún secreto más allá de los descubiertos con el penalti que lanzamos con el equipo del colegio: la duda, el miedo al fracaso, la (in)seguridad, la pérdida de reconocimiento social, la voracidad de victoria.

A mí siempre me gustó más el tenis que el fútbol. Me di cuenta con trece o catorce años. Entonces, por fortuna para mí mismo y para mis compañeros de equipo, colgué las botas y me puse a dar raquetazos como un loco. Todos los días, a casi todas horas. Llegaron los torneos, las noches del día antes sin dormir. Las fiestas extraviadas "porque tengo partido mañana". Los viajes en furgoneta para jugar en Bilbao, Santander o donde fuera las competiciones "por equipos".

El tenis siempre será mi deporte y por eso defiendo que, mentalmente, es el más duro. El más exigente. Porque cuando se compite se está solo en la pista. Mi entrenador, José María Sexmilo, acaba de publicar un libro sobre la materia. Por él supe que no hay ninguna otra disciplina que exija tomar tantas decisiones trascendentales en apenas un par de segundos. De manera repetida, vertiginosa. Durante horas.

"¿Cruzada? ¿Paralela? ¿Y si hago una dejada? Corto el revés y subo a la red. No, mejor levanto la pelota y me quedo atrás". Ese manantial de pensamientos está ahí todo el tiempo. Una equivocación es una derrota. En el campo de fútbol, un pase fuera casi nunca reviste esa gravedad.

De Nadal no suelo fijarme en la técnica. De hecho, nuestros entrenadores nos pedían que no lo hiciéramos. Era (hoy lo es un poco menos) un jugador contra la ortodoxia. Existe, digamos, un manual para que la derecha y el revés corran más rápido. Y Nadal, con ese banana shot, demostraba que, siguiendo un camino contrario al recomendado, se pueden alcanzar cotas más altas. Conocí a más de un entrenador que a punto estuvo de prohibir a sus pupilos ver los partidos de "Rafa".

De Nadal era todo imitable, salvo su estilo. Pero aquello, lo más valioso, no se podía enseñar. Nos sentábamos a verle en aquella televisión a pocos metros de la pista de tierra batida en la que entrenábamos.

Nadal iba perdiendo, pongamos, 6-2 en un tie break. Y lo remontaba.

Sacaba para permanecer en el partido, 15-40. Y ganaba el juego.

Luego nos tocaba a nosotros. Botábamos la pelota tanto como él, nos secábamos el sudor con la muñequera, alguno incluso se recolocaba los calzoncillos, pero nada. A mí, en concreto, solía pasarme al revés. Iba ganando 5-0 un set y lo perdía. Todavía recuerdo aquel tie break en que, teniendo cinco o seis bolas de partido, acabé perdiendo 16-14.

En esos partidos que nunca gané sentí la enfermedad del tenis. La tormenta mental, el desasosiego, la furia incontenible. Incluso el pánico. Tuve una pareja de dobles que vomitaba la noche anterior al partido.

Quizá por eso, como tantísimos otros, experimento algo que va mucho más allá de la admiración cuando veo a Nadal. No sabría ponerle palabras. Es sólo eso: extraordinario.

Ganarle un punto, claro está, es difícil en cualquier momento del partido, pero se antoja altamente improbable cuando el marcador se acerca a la hora definitiva. Hoy saboreo como nunca todas mis derrotas. Sobre ellas construyo un monumento de satisfacción cada vez que juega Nadal.

Una vez lo conocí. Fue en un evento organizado por este periódico. Mi misión consistía en acercarme a él y hacerle unas cuantas preguntas. Pero era una de esas entrevistas ligeras, rápidas y acerca del premio que le otorgábamos. No pude preguntarle lo que realmente llevo preguntándome casi veinte años.

"¿Cuál es tu discurso mental en esos momentos? ¿Qué te dices a ti mismo?". La clave de Nadal, y la clave de todas nuestras vidas, anida en esos diálogos que mantenemos con nosotros mismos.