Hay guerras y guerras. Alfonso Guerra, en tiempos de felipismo, abría y cerraba conflictos a la carta, pues la política se hacía en las trincheras, y así cayó Adolfo Suárez, por implosión en la guerra civil de UCD, cuando los partidos simulaban ser una estructura inconsútil por el bien de la recién estrenada democracia, y era una patraña.

Casado y Egea, en el Congreso de los Diputados.

Casado y Egea, en el Congreso de los Diputados.

Desde entonces, esto ha sido Ucrania a diario, las guerras intestinas a diestro y siniestro dibujan un campo minado. Y ahora Ucrania es nuestro Oriente Próximo, el escenario de una hipotética III Guerra Mundial si la cosa se desmadra y no lo impiden Vladímir Putin y Joe Biden, y les acaban dando el Nobel de la Paz como a Isaac Rabin, Shimon Peres y Yasir Arafat en el 94. Las paradojas de ese Nobel, al que no podrán aspirar ni Isabel Díaz Ayuso ni Pablo Casado, aunque entierren el hacha de guerra.

La teoría de una democracia solo bélicamente viable se está imponiendo en todos los frentes. Aquella observación de Churchill (“los que tiene enfrente son sus adversarios; los enemigos los tiene aquí, en su propio partido”) se reedita por momentos.

Ayuso le saltó al cuello a Casado como si fuera Paquita la del Barrio cantando Rata de dos patas (“cruel”, “injusto”, “es muy doloroso que dirigentes de tu partido te quieran destruir”) el mismo jueves que en el este de Ucrania, en la tensa región del Donbás, silbaban los primeros disparos y proyectiles de lo que Josep Borrell llamó por su nombre (“comienzan los bombardeos”) y en que Putin amenazó a Estados Unidos con una respuesta “técnico-militar” en una mano mientras con la otra expulsaba al número dos de la embajada americana en Moscú. Era un día de armas tomar.

En todos los partidos, como en los países patológicamente matones, hay como en las galaxias (según trascendía en la misma semana) agujeros negros, verdaderos monstruos devoradores. Es inagotable la erudición de la ciencia, la historia y la política sobre esta clase de estímulos que enfrenta a los hombres. Venimos de un campo de batalla, que se ha cobrado 10.000 muertos en la sexta ola de la pandemia sólo en España, y tenemos por delante un horizonte de horror y hambruna si se desata lo de Ucrania a lo bestia. ¡Cómo no explicarse la histeria política de España bajo este clima de terror!

¿Es una guerra menor la del PP? José María Aznar discrepa; es peor, dice, porque “en el PP hay armamento nuclear”. Y nadie conoce mejor que él las tripas de ese partido que refundó.

Curiosamente, la guerra de Ucrania podría unir a Pedro Sánchez y Pablo Casado, conjurados para ir al frente con la OTAN, mientras los socios del PSOE echan pestes de este envite como si fuera otro Irak.

Lo que subyace en el espasmódico contencioso entre Génova y la Puerta del Sol es tener el liderazgo del PP y reírse a mandíbula batiente, esa es la verdadera mordida. A Casado no le salen las cuentas con Ayuso en la pomada, y teme que tarde o temprano le dispute el poder en el partido. Acaso haya pensado en cortar la flor de raíz y evitar males mayores; en su travesía hacia la Moncloa bastante tiene con Vox fuera para sufrirlo desde dentro con su némesis de Madrid.

Quizá Ayuso ha errado en el cálculo apuntando tan alto al abrir fuego en su rueda de prensa relámpago tipo blitzkrieg contra Casado, donde parecía pedir la cabeza a la propia cabeza del partido al exigir “que se depuren responsabilidades”. O es obra de Miguel Ángel Rodríguez (MAR), su célebre jefe de gabinete, que se curtió en la etapa de Aznar con armas y bagajes. Ya MAR le había declarado a Bertín Osborne: “No sé qué tiene el colchón de la presidenta, pero se levanta espídica”. A saber. Un pulso con Teodoro García Egea, el secretario general con el que no se habla (por WhatsApp), le habría otorgado una opción de salida si llegara la fumata blanca y aquí paz y en el cielo gloria. Pero dadas las condiciones del cuerpo a cuerpo, parece que Aznar tiene razón: se trata de una guerra nuclear en el partido, la mayor sin duda en la historia del PP.

Quedan muchos cabos sueltos en este pandemonio, al margen de las componendas del presunto espionaje a lo Villarejo del aparato del partido en el círculo de la presidenta y su hermano Tomás, en el affaire de las FPP2 y FPP3, como llamaríamos ahora a las mascarillas del contrato de abril de 2020.

Lo que está por saber, bajo la costra de un aparente procedimiento interno para esclarecer preventivamente un turbio asunto que podía volverse en contra del partido, son detalles domésticos escabrosos de una guerra sucia en toda regla contra la diva mediática del PP. Entre Casado y Ayuso no hay una fina línea divisoria, sino una gruesa raya de brocha gorda, como la habría entre el difunto John McCain y Donald Trump, dos republicanos que se parecen como un huevo a una castaña. Casado en octubre de 2020, en medio de la guerra de la Covid-19, dio la espalda a Santiago Abascal en la censura a Sánchez, no por caridad cristiana con el PSOE, sino por urticaria a Vox, que le rebaña los votos más derechosos y lo condena a parecer de centroderecha, como si remara a contracorriente a riesgo de caerse de la piragua como Albert Rivera.

El quid de esta sangría autoinfligida del PP es el juego de tronos entre dos excolegas de Nuevas Generaciones que aspiran al mismo trofeo, Sánchez, el uno con carácter oficial y la otra, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid. El pinchazo de Casado en Castilla y León era el momento de Ayuso, que temía desde septiembre que le sacaran el cadáver de las mascarillas del armario.

Ahora es el Día D. Ayuso decidió antes que Putin la invasión y ya estamos en la guerra, que se sabe cómo empieza, pero no cómo acaba. Quizá coincidan muy pronto las dos guerras y hasta se copien en la del PP estrategias importadas de la de Kiev, aliados que se apunten al bombardeo y el consiguiente desgaste de cada cual, pues será inevitable imaginarse a Putin y a Biden peleando por la presidencia del PP de Madrid o directamente por la corona de candidato de la derecha en las próximas elecciones generales de España. Todo resulta muy cómico, como el propio Volodímir Zelenski, que ya lo era antes de meterse en este fregado.