Lo dice Leonard Cohen en una de sus bellísimas canciones póstumas, Thanks for the Dance: "Stop at the surface, the surface is fine, we don’t need to go any deeper". O lo que es lo mismo: quédate en la superficie, la superficie está bien, no hace falta que profundicemos. Viene el recuerdo a propósito de los tres grandes acontecimientos de la semana, a saber: el escándalo del Benidorm Fest, el triunfo de Rafa Nadal en Australia y el autosabotaje del PP de su maquiavélica maniobra para hundir a Pedro Sánchez.

Empezando por el principio, esto es, la trifulca nacional a cuenta de algo tan nimio como quién se echa a la espalda la obligación de no ganar el Festival de Eurovisión este año, pasma el encono y las ampollas que ha provocado la no elección de dos canciones que no están, ninguna de ellas, llamadas a cambiar la historia de la música, ni siquiera la de la música popular. Por un lado, porque el sistema de votación lo fija, como más oportuno lo juzga, la empresa que se presenta al festival de marras, y que es la que se juega o no su prestigio, en una liza de la que el país y el orgullo nacional van a salir por fortuna indemnes. Por otro, porque la canción ganadora no es mucho mejor ni peor que las dos perdedoras, ni tiene mucha más o menos trascendencia.

Se queda uno con lo que dijeron en la noche de autos los integrantes de uno de los grupos descartados, cuando afirmaron que tenían como divisa artística la superficialidad. Nada más coherente con la naturaleza, la dinámica y los propósitos del torneo en el que participaban. Quien quiera dar lecciones de algo sesudo que se agencie una cátedra en Harvard o la Sorbona.

Otro tanto puede decirse de la victoria de Nadal en el Open de Australia de tenis. Existía la tentación de interpretar que en su enfrentamiento con Medvedev, el tenista más semejante al supervillano Djokovic que se avino a vacunarse y por tanto a tomar parte en la competición, se ventilaba nada menos que el eterno combate entre el bien y el mal; el primero por descontado del lado de nuestro Rafa, un tipo sensato, prudente y amable, frente a la tendencia al exabrupto de su oponente. Al final no se llegó a ese extremo, pero no han faltado quienes le han atribuido al triunfo del tenista balear una solemne significación moral, en la que no ha dejado de deslizarse la reivindicación patriótica.

Una vez más, permítaseme preferir la superficie. No se trata más que de un juego y de un jugador que consigue un éxito, sin duda extraordinario, en la historia del deporte en cuestión y en el contexto de sus circunstancias personales. Ya es algo digno de celebrarse y de disfrutarse, sin necesidad de proyectarlo a unas dimensiones donde corre el riesgo de resultar controvertido.

Y por último, qué decir del triste percance informático del diputado Alberto Casero, que convirtió un penalti a favor de su equipo en un gol en propia puerta, pirueta nunca vista en el balompié político. Es mejor no preguntarse si los hados o el karma o quién sabe qué se conjuraron contra el partido que se empeñaba en echar abajo un acuerdo respaldado por aquellos con los que se supone que comparte principios e intereses, y que a tal efecto llegó incluso a revolver contra los suyos a dos diputados de un partido afín, quemando así todos los puentes para el futuro.

Más vale, una vez más, quedarse en la superficie. En esa mañana tonta en la que alguien va y vota tres veces lo que no debe, y luego trata en vano de enmendarlo mientras sus jefes terminan de poner a punto la emboscada y afilan el colmillo para empaparlo en la sangre del adversario. En esa presidenta que resuelve mal dos sumas sencillas. En esas bancadas de signo opuesto que aplauden sucesivamente la misma votación, cada vez con un sentido distinto. Veámoslo como un vodevil, con un guionista travieso. No puede ser que represente lo que somos.