Almudena: qué raro es todo esto. Yo siempre soñé núbilmente con ser tu amiga. Te admiré con todo el cuerpo. Qué grande fuiste, y sin embargo.

Creí que la vida nos acabaría juntando, que yo de veras tendría esa suerte de fumar contigo, de escucharte la voz aguardientosa en la tarde, de dejar que se me abriera la boca noqueada por tu inteligencia bárbara. Tú inauguraste las cosas que amo, las cosas en las que creo; qué terror no haber podido decírtelo. Leyéndote toqué verdades nuevas y el mundo me pareció más ancho, más hermoso y complejo y henchido a misterios.

Una vez tuve catorce años y mi tía me regaló Malena es un nombre de tango: ¿sabes que ese libro tuyo me cambió la vida entera? Mi pequeña vida, Almudena, se revolvió con la historia de aquella hembra maldita, maldita como tú y como yo, como todas las mujeres que se atreven a escuchar el pálpito de su propio deseo; las que confrontan, las que se vengan, las que se imponen, las que follan con la perfecta suciedad de sus cerebros, las que militan, las que traicionan el honor familiar y la convención social, las que son fuertes y temibles y se enamoran, a la vez, como perras enfermas, las que avanzan a dentelladas y ya no se sienten culpables por tener coño y usarlo, por tener palabra y usarla, por tener intuición y usarla.

Nos enjuiciaron siempre, Almudena, pero tú estuviste conmigo en cada golpe, y jamás sentimos lástima de nosotras mismas. Ahora pienso que era demasiado pequeña para leer aquella novela salvaje y conmovedora, porque yo era virgen en muchos sentidos y tardaría bastante en dejar de serlo corporalmente: recuerdo cómo los mayores celebraban que te leyese con esa sospechosa fruición, tan callada y hambrienta, y les parecía que yo era una buena chica, una chica aplicada e inofensiva, pero yo sabía que hacía algo indecente y terrible, porque estaba viendo en tus páginas cómo Malena le lamía el sexo a Fernando en la casa familiar mientras todos dormían. Crujía la madera. Parece que veo ahora sus pezones morados. Aquello fue tan excitante, tan morboso, tan divertido. Nadie podía ver lo que yo. Nadie podía saber lo que yo. Me humedecí. Me maravillé.

Se puede decir que yo perdí la virginidad cuando Malena y que tú fuiste la artífice de aquel salto, porque a partir de ese momento no fui inocente nunca más. Lo vi todo diferente: la memoria de nuestros abuelos, los secretos genealógicos, la vergüenza histórica, el milagro habitando los postres de pueblo, el ser una de esas niñas que le piden a Dios convertirse en niño porque intuyen que serán un desastre de mujer. Almudena, piensa que yo era una cría y tenía cientos de emociones aún por estrenar, y a ti fue que te leí el amor y la envidia y las maldiciones sanguíneas y todo aquello me pareció flipante. Viví atravesando tus palabras: poseyéndolas. Vaya viajazo, nena.

Contigo aprendí algunas razones sencillas y suficientes para amar a alguien: "Amaba a Fernando (…) porque fumaba Pall Mall y porque jamás bailaba, porque casi siempre estaba solo, y porque a veces se quedaba absorto durante horas enteras, ensimismado en mudos pensamientos que recubrían su rostro con una fina película de barniz transparente, pero capaz de transfigurar la enérgica piel de sus mejillas en dos agotadas cavidades que sugerían, además de cansancio, melancolía y quizás asco. Amaba a Fernando porque era mucho más arrogante que cualquiera de los tíos que había conocido (…) porque cuando me miraba sentía que mis pies se hundían en el suelo, y porque sonreía cuando yo le miraba y entonces la tierra entera se resquebrajaba de placer, porque mi cuerpo había elegido por mí”. Yo qué sé, Almudena. La primera vez que amé, amé así. Imitando lo que tú habías escrito, profecía autocumplida. 

Te copié mucho, que era mi forma de honrarte. Fue por ti que quise ser escritora. Me fascinaban tus frases larguísimas, tus subordinadas jadeantes, tus puntos y coma. ¿Cómo podías saber tanto del ser humano, cómo hacías para mirarnos por dentro? ¿Cómo desarrollaste ese oído finísimo para los hablares de la calle? Entendías de los colores de la vida. De las canciones. De la anatomía del beso. Eras tan popular, tan española, tan resuelta, tan ingobernable y retadora. Qué chula, Almudena, qué torera. Qué libre y cuánto dolía. 

Tú decías que somos tías cojonudas porque no nos queda más remedio que serlo. Tú decías que las mujeres débiles se montan en la chepa de las fuertes para chuparles la sangre, "pero las fuertes no tenemos ninguna chepa en la que montarnos, porque los hombres no valen para eso, y cuando no queda más remedio, tenemos que bebernos la nuestra, nuestra propia sangre, y así nos va". Tú decías que ser una mujer es "tener piel de mujer, dos cromosomas X y la capacidad de concebir y alimentar a las crías que engendra el macho de la especie, y nada más, porque todo lo demás es cultura".

Hablé contigo dos veces, las dos al teléfono. En una estabas en el Rodilla comprando sándwiches, a punto de enfilar hacia el estadio para ver a tu Atleti. Tenía tantas cosas que preguntarte. Las aplacé. No quería sonar grave.

Almudena, no sé bien qué pasa: tengo el domingo enganchaíto al pecho. Tú me enseñaste que sin memoria somos muertos vivientes. Tú me enseñaste a golpear de la forma más implacable que conozco: eligiendo con intención el adjetivo. 

Sesenta años no son nada, Almudena, tenías muchas vidas dentro. Pariste en tus libros un ejército de hembras fascinantes y las echaste a andar por la tierra y por nuestro imaginario sentimental. Nos diste relato. Nos hiciste importantes, profundas, sucias, levantiscas, ricas, significativas. Te estaré agradecida siempre: apareciste cuando quise ser desobediente y ya nunca más me sentí sola. Qué bueno que me llevaste de la mano por el camino torcido. Qué bueno que me hiciste radical. Radicalmente aprendiz de Almudena.