Leo que la doctora Carla Barber le ha hecho un retoque a su crío de dos años para que no tenga "orejas de soplillo". Por lo visto, el niño recibe el tratamiento desde que tenía cinco meses.

El método es sencillo y poco invasivo, pero no por ello menos inquietante. 

Que un ser diminuto de dos veranitos tenga que intervenirse para ser más lindo (por el deseo retorcido de su madre-médico-estética) es todo lo que está podrido en el mundo.

Este caso lo tiene todo. Estrechez de miras, frivolidad, crueldad, injerencia maternal, ego y complejos propios que se vuelven ajenos a cuenta de una maníaca profesional de la belleza canónica como es la doctora Barber. Una máquina de crear esclavas. Un ejército terrorífico de mujeres iguales entre sí que han perdido la movilidad y el erotismo que nace de la imperfección. 

Hasta donde yo entiendo, las preocupaciones de un niño de dos años no pasan por la inclinación de sus orejas ni por las de ningún otro.

El niño no es esteta. El niño ve hermoso a quien le cuida. El niño ve hermoso a quien es divertido. El niño ve hermoso a quien ama.

Carla Barber junto a su pareja.

Carla Barber junto a su pareja.

El niño ama con las manos, conoce el mundo con las manos. El niño sabe que los ojos no son suficientes (es más, sabe que los ojos son fulleros) para entender severamente la realidad de las cosas. El color se toca. El riesgo se toca. Al amigo se le toca. El mar se toca. Todo lo importante para un niño está frente a la yema de sus dedos, desafiándola. Fuera quedan el ruido, la furia, la policía y los concursos de belleza. 

El niño de dos años no repara (esa es la grandeza) en una oreja levemente gruesa o empabellonada porque está luchando por lo fundamental, que es que las palmas de sus manos sean más anchas. Se pasa la tarde estirando los dedos: eso es garantía de coger más juguetes del suelo de una vez. ¡Ese es el poder! ¡No el de hacerse pasar por Ken! 

Las orejas, ya en serio... ¿por qué aplastar una oreja contra el cráneo en vez de aplastar a los bullies que se pudiesen meter próximamente con esa oreja? ¿Qué tipo de enseñanza maternal es esta?

Si lo que le preocupaba a Barber era algún episodio de crueldad infantil, ¿no es más interesante enseñarle a su hijo que no hay absolutamente nada de malo en él, que no tiene que cambiar por el señalamiento de alguien, que el culpable siempre es el agresor?

¿No era esencial que un niño supiera que es importante que se ame y que se escuche como es, que no finja ser otra persona, que no imite a nadie más que a sí mismo, que esté en paz con el rostro familiar que le mira desde el espejo?

Entiendo que en el caso de la doctora Barber, es al contrario: ella hace caja con la gente que no se soporta a sí misma. La gente débil. La gente que no le tiene ningún afecto a la verdad. 

El niño de Barber, ni ningún niño de dos años, en verdad, piensa en la oreja. El niño es sabio y está ocupadísimo procurando caminar sin caerse y meneando torpemente sus muslos separados, como un trípode o un oso lento, encomendándose a los hados para no perder de un tortón contra el suelo los tres últimos dientes de leche que tanto le costó asomar. 

El niño es recolector y con dos años rumia unas cincuenta palabras y las atesora de a poquito, como en saquitos de tres. Ordena objetos por su forma. Imita a los adultos. Aprende juegos. El niño hace muchas cosas excepto soñar con unas orejas pequeñas y discretas. 

El niño aún no es coqueto. El niño aún no sabe qué disgusto le darán los espejos. El niño no sabe de dietas hipercalóricas y de gimnasios monstruosos donde ir a echar la papilla y a no ser nunca, jamás, el hombre rocoso de al lado. El niño no sabe de los días en los que se avergonzará de su cara o de su cuerpo, por hermoso que sea. El niño no sabe que se odiará y que le costará perdonarse. 

El niño, que aún es puro y no está atravesado de canon (es decir, de bostezo estético), es capaz seguro de acariciar sus orejas con cariño y de sentir que son son suaves y chulas y que sirven exactamente para lo que deben servir: para escuchar. 

Parece posible que su madre, por amor, quisiera ahorrarle al niño un complejo, pero, ¿qué fue lo más curioso? ¡Que terminó construyendo ella misma ese complejo, y después, extirpándolo, como si se creyese dios! Al crío no le dio tiempo a ser lo bastante maduro como para expresar por sí mismo cómo se sentía al respecto y tomar una decisión personal, que hubiese sido lo deseable. 

¿Por qué una madre se siente con derecho a modificar a su gusto un aspecto sano del cuerpo de su hijo? ¿Le abochornaban sus orejillas de soplillo? ¿Eran, realmente, soplillo, o se hubieran ido adaptando según el crecimiento? ¿Cuánto hay en esta intervención de aumentar el propio ego, cuánto hay de perverso juego de muñecas, cuánto hay de falta de respeto a la individualidad de la criatura, cuánto hay del lucir al niño como un trofeo, cuánto hay de belleza infantil llamando a negocio y negocio llamando a dinero? 

Estas infamias son bulímicas. Empiezas abriendo la veda del autoodio con un pegamentito de oreja y acabas con la cara de una Bratz. Lo que uno desea siempre es algo más. Nada es casual en un país en el que las cirugías estéticas aumentaron un 215% en ocho años sin que se evalúe la salud mental de los pacientes. 

El niño de Barber, marcado desde hoy como un acomplejado aunque no lo sea, tendrá las orejillas adiestradas para siempre, como el recordatorio de que una vez fue él mismo y a su madre le pareció poco.