Nueve mujeres aseguraron haber sido acosadas por un tenor. Fuentes de primer nivel del Gobierno apuntaron los oscuros motivos de la caída de un ministro. Un comité de expertos guio el criterio de la desescalada tras el confinamiento.

No son estas frases extractos de publicaciones en redes sociales, ni rumores cazados al vuelo en el transporte público o la cola del pan. Son noticias aparecidas en medios nacionales. Informaciones que, tal como se presentan, requieren de un generosísimo acto de fe por parte del lector. Eso o no cabe otra que preguntarse quiénes son las nueve mujeres, cómo sabemos que existen realmente, quiénes componían el comité de expertos y cuáles sus méritos, cuántas son esas fuentes de primer nivel, qué prueba se aporta para corroborar sus testimonios.

Sin todo eso, sólo tenemos la palabra de alguien transmitiendo la de un tercero. Tenemos un dice mi amiga, un me han contado, un he oído. Un desubicado chisme de peluquería. Necesitamos más datos, algo tangible, que nos ayude a diferenciar entre la noticia y el rumor de barra de bar, de compadreo en la plaza del pueblo. Del Twitter de cualquier Alvise Pérez.

No puede recaer todo el peso de la información sobre el ejercicio de creer, sin más prueba que la palabra del periodista, que esas personas existen, que han dicho exactamente eso que se nos cuenta y que, además, es cierto lo que explican. Sin una sola prueba indudable de que esos tres hechos, más allá de esas mismas líneas que nos los narran, son inapelablemente verdaderos.

¿Hemos importado el “yo te creo, hermana” al periodismo? ¿No hay diferencia ya entre el creer y el saber, entre la superstición y el conocimiento? ¿Que algo sea creíble lo convierte en real, sin más? ¿No es imprescindible diferenciar entre lo verosímil y lo verídico? ¿Demostrar que eso es cierto y no solo afirmar que lo es?

Justo estos días leía el último libro de Arcadi Espada, La verdad, imperdible antología de artículos del periodista que versan sobre ese tema (si es que hay alguno en el que no lo hace de una u otra forma) y que es una reivindicación, precisamente, de la verdad como bien común y valor a preservar, de la necesidad de defenderla e impedir su vulneración.

Habla Espada, entre otras cosas, de esa diferencia entre lo verosímil y lo veraz, de la importancia de distinguir entre una cosa y la otra. Importancia que, en el caso del periodista cuando desempeña su labor (en su vida privada no me meto, no tiene que demostrarme a mí lo buena persona que es, que ni siquiera creo que deba serlo) se convierte en obligación. 

La gran trampa de la realidad es que lo verosímil, en ocasiones, es también verídico y puede, perfectamente, haber sucedido. Y lo veraz es, en otras, completamente inverosímil, pudiendo haber ocurrido pareciendo imposible. Por lo que lo único que nos queda para aproximarnos a la verdad, para dirimir qué lo es y qué no, no es creer en aquello que lo parece, ni dejar de creerlo únicamente por eso, sino en lo que más se acerca y ajusta a ella. Aunque pudiese aparecer ante nosotros como lo menos cierto.

Y para hacerlo sólo podemos confiar en la objetividad y la razón. En pruebas. En datos y en hechos demostrables. Constatar fehacientemente que algo ha ocurrido, lo parezca o no. Y, en el caso del periodismo, demostrarlo. No hay acto de fe ni intuiciones que valgan aquí. O no es información, sino habladurías.