La figura de Robespierre carga una losa que todo lo cubre: la losa del terror. Nada en él se percibe, por lo menos en el terreno divulgativo (aunque también muchas veces en el historiográfico), que no sea su responsabilidad en las ejecuciones ocurridas, supuestamente, en el annus horribilis que va de 1793 a 1794.

Parece que Robespierre surgió en la historia para desplegar esa acción criminal, sádica y desquiciada para, a continuación, tras recibir de su propia medicina, desaparecer tal como vino.

El historiador soviético Albert Manfred ya trató de rescatar su figura de este amarillismo morboso en el que fue sepultado el Incorruptible para poner algunos puntos sobre las íes. También para rescatarlo de esa fosa común a la que fue arrojado por sus rivales, los termidorianos, responsables de su caída en desgracia.

Es decir, el Robespierre que la historiografía ha consagrado es el Maximilian termidoriano que sigue circulando a nivel divulgativo.

Pues bien, Peter McPhee, en la biografía Robespierre. Una vida revolucionaria, rompe con ese modo tendencioso de representarlo como una especie de deus ex machina que salió al escenario de la historia para protagonizar el Terror. McPhee arroja luz sobre el Robespierre anterior a 1789.

Varias caras de este perfil, anterior al proceso revolucionario, son fundamentales para aquilatar y equilibrar el juicio histórico acerca de lo que su figura realmente representa frente a su caricatura ideológica.

Robespierre nació en una familia de Arrás de tradición abogadesca y, siguiendo el linaje, y después de estudiar en el liceo Louis-le-Grand de París, trabajó como abogado en su ciudad. En el ejercicio de su trabajo se hizo célebre en todo el país por dos razones.

La primera, por defender a un tal Vissery de Bois-Valé, también abogado, que había instalado un gigantesco pararrayos que había alarmado a los vecinos, hasta el extremo de arrancar una orden judicial para que lo desmontara. La defensa, encargada a Robespierre por su mentor, Antoine-Joseph Buissart, se basó, claro, en la lucha de “la ciencia y la razón” frente al oscurantismo y la superstición representados por los vecinos, que se negaban a aceptar el progreso.

Robespierre ganó el juicio. Y el Mercure de France, periódico de ámbito nacional, informó de ello el 23 de junio de 1783, labrándole fama en el resto del país.

La segunda, por la defensa de los derechos de los hijos bastardos. Y aquí ya está, en embrión, la puesta en cuestión, por parte de Robespierre, del sistema del Antiguo Régimen. Robespierre denunció las trabas legales sufridas por los niños nacidos fuera del matrimonio. Su preocupación era tal que, para escándalo de buena parte de la sociedad local, decidió dedicar al asunto su discurso de toma de la presidencia de la Academia de Arrás.

Robespierre entendió que los hijos naturales no tenían por qué padecer ninguna pena derivada de las irregularidades cometidas por el amancebamiento de sus padres. Que una infamia de un delincuente se extendiese sobre sus parientes era algo completamente injusto, además de inconveniente, y ello se producía por el prejuicio, digamos que institucional, de asignar el delito al grupo (en este caso familiar) y no al individuo atómico (holizado, por utilizar la expresión de Gustavo Bueno).

Es decir, Robespierre ensayó entonces, antes del proceso revolucionario, lo que serían, in nuce, las transformaciones que operaron en los códigos (el primero, el napoleónico) tras la revolución. En ellos, el sujeto consta como individuo robinsoniano (jurídicamente hablando) al margen de su linaje y estamento.

Y es que Robespierre fue mucho más lejos al tratar este asunto de la bastardía, explorando y poniendo en duda los cimientos del orden social monárquico sustentado, por decirlo con Montesquieu, en el “honor” del rey. En cuyo señorío él, como “soberano”, distribuía y ordenaba derechos y deberes.

Robespierre atacó el prejuicio de considerar y juzgar al individuo en función de su linaje y su estamento, en lugar de atender a sus derechos como ciudadano con independencia de tal condición social, genealógica y estamental.

“La mera costumbre de hacer depender la estima en que se tiene a un ciudadano de la antigüedad de su linaje, de la fama de su familia, de la grandeza de sus alianzas, guarda ya mucha relación con el prejuicio del que he venido hablando”, dijo Robespierre en su discurso de entrada en la Academia de Arrás.

Tirando del hilo de la inocencia de los bastardos ante el delito de sus padres se abrió paso, a los ojos de Robespierre, la anomalía del funcionamiento del Antiguo régimen. Hizo falta una revolución para acabar con el prejuicio. Y, por supuesto, hubo muchas resistencias para que ocurriese.

Los sistemas políticos de las democracias nacionales homologadas son herederos del francés. Le pese a quien le pese, el Estado contemporáneo es una estructura jacobina. Vivimos la realidad política que reivindicó Robespierre.