En otra vida un servidor tuvo la oportunidad de trabajar en el sector de la energía. Lo que allí hacía es irrelevante: lo que importa es lo que a través de esa experiencia, que se prolongó durante una década, se le ofreció conocer y comprender. Fueron años interesantes: entre otras cosas, se traspuso a la legislación española la normativa comunitaria sobre el mercado interior de la energía, instaurando, por ejemplo, ese mercado eléctrico en el que el MWh lleva ya semanas acampando más allá del umbral de los 200 euros, con el destrozo que eso inflige a las cuentas públicas y privadas y a las expectativas de recuperación.

Había, como suele suceder, una filosofía subyacente que de entrada no sonaba mal: con un mercado transparente y abierto, en el que el precio se fijaría a través de un sistema marginalista, es decir, con la última energía que entrara en la casación entre oferta y demanda, se estimularía la competencia y la eficiencia y de ambas se derivaría un abaratamiento de la luz frente a los precios fijados en un oligopolio cerrado y opaco. Había alguna noticia de que en situaciones de restricción de oferta el sistema, ya probado en Estados Unidos, había dado lugar a incrementos delirantes del precio del MWh, pero eran situaciones anómalas, se decía, debidas a las carencias de la red estadounidense.

Quien esto escribe tuvo ocasión de tomar conciencia de este y otros interesantes fenómenos en 1997, durante una visita al Departamento de Energía del Gobierno Federal en Washington, como miembro de una delegación del sector eléctrico europeo, a la que se incorporó como sustituto accidental de quien habría debido formar parte de ella. Una de esas carambolas que depara la vida y de las que, a la larga, resulta imposible olvidarse.

La visita, que también pasó por Nueva York y la Universidad de Princeton, tenía como objetivo familiarizarse con los efectos y la experiencia de la liberalización eléctrica estadounidense, que servía de modelo para la europea. Los estadounidenses fueron excepcionalmente honestos y leales: vendieron su producto, pero sin ocultar las dificultades y riesgos que entrañaba. En aquella época, sin embargo, con un nutrido parque de carbón y un nada desdeñable parque nuclear vertiendo energía asequible y fiable a la red eléctrica europea, nadie pareció preocuparse en exceso por la bomba de relojería que traía incorporada el sistema.

Aunque esas energías presentaban ya entonces algunos problemas medioambientales, y se contaba con su retirada más o menos próxima, había una solución: el gas natural, una energía menos contaminante que el carbón (en azufre, no en CO2) y sin el estigma asociado a las nucleares tras Chernóbil. De gas natural había abundantes reservas, a las que se añadirían las derivadas de la explotación del llamado shale gas mediante la técnica del fracking, cuyos inconvenientes no habían aflorado todavía. Todo estaba bajo control. Nada grave podía ocurrir.

Ahora comprobamos que toda bomba de relojería, antes o después, acaba por estallar. Ahora nos enfrentamos a las feas consecuencias del estallido, y para que se produzca tan sólo ha hecho falta una transición energética deficientemente diseñada y una elevación del coste del gas, por tensiones en la oferta y el impacto de los derechos de emisión de CO2, que en ausencia de viento y otras fuentes renovables le permite disparar (en unos países de la UE más que en otros, de ahí las divergencias a la hora de acometer la reforma del modelo) los precios finales.

La energía es asunto complejo y costoso, ingrato y abstruso: requiere inmovilizar durante largos periodos enormes capitales (ergo, inversión exterior) y garantizar sus retornos, lo que complica las recetas mágicas. Pero de ella depende todo. Hasta extremos que sobrecogen y que resulta insensato ignorar, como hemos estado haciendo a lo largo de los últimos años. En aquel lejano 1997, un funcionario del Departamento de Energía, dando otra muestra de extraordinaria franqueza, dejó caer durante su presentación que las previsiones a largo plazo de abastecimiento de petróleo en Estados Unidos no eran del todo favorables. Sólo seis años después, las tropas estadounidenses invadían Irak.