Entro en un bar de la plaza Dos de Mayo el día cinco de mayo, justo después de las elecciones del cuatro de mayo. Juro que he buscado cómo meter un tres de mayo de alguna manera en esta primera frase, pero no he sido capaz. Para una vez que me iba a poner repetitivamente lírica.

Entro, digo, en un bar. Con prisas y ganas, como hay que entrar siempre en los bares, porque tengo que acabar y enviar un artículo. Y porque quiero un doble, también. Soy de esos tabernarios que curran en los bares y pueden estar en la mesa del fondo durante horas, consumiendo “lo de siempre”, en una actitud inconcebible para esta izquierda cuqui nuestra.

Justo cuando he conseguido sentarme sin tirar nada, sacar el ordenador, conectarme al wifi, pedir mi doble, colocar toda mi parafernalia histérica sobre la mesa (bolis, libretas, agenda, cascos, móvil, una foto de Rocío Jurado) escucho a alguien, muy enfadado, hablar con la camarera, una mulata estupenda.

“Que se jodan con lo votado”, dice un tipo muy airado. Y también “la gente es gilipollas”. Y algo del infierno y la dictadura, el heteropatriarcado y los berberechos. Fascinante. En sólo diez palabras este ciudadano random ha diseccionado lo ocurrido en las elecciones.

Es la sinopsis más precisa del porqué del descalabro de la izquierda que he escuchado. La camarera asiente, a lo suyo. El señor se acoda en la barra. Y yo, con ese gesto, doy por perdida la mañana. “Es antropología”, me digo para no sentirme culpable. Y pongo la oreja.

El Señor de la Barra, os lo resumo, considera que casi el 46% de los madrileños de ese 75% que ha ejercido su derecho al voto, una barbaridad de gente, se ha equivocado y es tonta de solemnidad. Es decir, que hay un voto correcto y uno incorrecto. Que es moralmente inaceptable votar a la derecha. Casi abominable el mero hecho de que exista.

El espíritu democrático de este señor consiste en pensar (en estar absolutamente convencido) de que la opinión discrepante con la suya es un atropello inadmisible. Que la mayoría, por pensar libremente y no hacerlo como él, es idiota perdida y la ha cagado.

Y podría tener razón, claro. Cabe esa posibilidad. Como cabe la contraria. Una mayoría bien puede elegir, libremente, que la gobierne un tirano, un totalitario, un memo o un mentiroso. Que sean muchos no es certificado de calidad, como tampoco lo es de error colosal. La democracia consiste en eso: en que todos y cada uno de nosotros pueda emitir su voto en libertad y que sea la mayoría quien dirima en quién confía para representarles.

Suena muy obvio, lo sé, y me sonrojo solo de escribirlo. Pero es que hay muchos Señores de la Barra, creedme, que confunden “democracia” con “ideología sacralizada”: la suya. Y deberíamos resistirnos a caer en esa trampa por el propio bien de nuestra democracia.

Es vital para su supervivencia y para su propia salud y calidad que defendamos todos la legitimidad de la presencia de toda ideología, independientemente de nuestra distancia con ella, siempre que se mantenga dentro del marco constitucional. Y quien tenga sospechas o pruebas de que una formación política debería ser ilegalizada, que active las herramientas previstas para ello.

Pero si no las hay, si se trata de discrepancia, que se dejen de retórica apocalíptica y de señalamientos. En nombre de la más elemental probidad.