Tantas cosas han sido y han pasado que la de entonces parece ya otra España. En la primavera de 2014, un joven profesor que había alcanzado la fama por su carisma bronco en tertulias televisivas se presentó a las elecciones al Parlamento Europeo con un partido nuevo.

Un año después, sus franquicias gobernaban en plazas como Madrid, Barcelona y Zaragoza. A finales de aquel 2015, Podemos concurrió por primera vez a las elecciones generales con Pablo Iglesias de candidato y obtuvo 69 escaños. Un hito en la historia de nuestra democracia. 

El partido fue perdiendo apoyo popular y tras las elecciones de noviembre de 2019 se quedó en 35 diputados. No obstante, supo negociar con el PSOE su entrada en el Gobierno. En su momento de mayor debilidad parlamentaria, Podemos lograba una vicepresidencia y cuatro ministerios.

Pasar de contertulio de Intereconomía a vicepresidente del Gobierno en cinco años no está al alcance de cualquiera, y ese es un mérito que hay que reconocerle a Pablo Iglesias. En el camino ha implantado una fuerza de ámbito nacional y provocado un cambio radical en el marco discursivo de los españoles. La hazaña es titánica, como lo fue la invasión de Francia atravesando las Ardenas.

Pero el plan de Iglesias, como el plan Manstein, fue una estocada a las instituciones y la convivencia de la democracia. Aquel que llegó para oxigenar la vida política española la roció de monóxido. 

La esperanza de que Podemos pudiera renovar la maltrecha izquierda española se disipó pronto. Sus enemigos no eran la pobreza, la desigualdad o la discriminación identitaria, sino el régimen constitucional. Elegido el enemigo, hechos los aliados. Iglesias y su séquito, incluso en aquel aciago octubre de 2017, siempre se sintieron más cómodos al lado del delito que de la ley.

La discordia que ha sembrado le sobrevivirá años. El odio se ha demostrado como una emoción rentable, pues funciona como dopaje electoral y gancho televisivo. Muchos comunicadores tendrán que reflexionar si las décimas de share que les dio Iglesias han compensado tanta intoxicación de la vida pública. Porque el odio se parece más a la radiación que a la basura: no basta con ventilar la sala, se adhiere al cuerpo como una segunda piel. 

La relevancia política de Podemos mengua, pero la influencia de Iglesias sobre la mentalidad de los españoles amenaza con perpetuarse desde los platós. Los ejes de su mensaje no han cambiado: criminalizar al adversario político y avalar la violencia ejercida contra él; cuestionar las instituciones democráticas, en especial las del Poder Judicial; e identificar España con el franquismo para justificar todo ataque al sistema.

No se equivoquen, a Iglesias no se le recrimina haber puesto en jaque a los poderes fácticos, sino haber enajenado a un país entero sin chistarlos. Entró en política para mejorar las condiciones materiales de los españoles, pero sólo ha mejorado las propias.

Su principal legado es el rastro de resentimiento que recorre el país, y que ahora nos amenaza también por la derecha.