Jano, tengo miedo de olvidarme de las cosas. De tus frases. ¿Qué comimos la última vez que nos vimos? Hace años ya, no recuerdo. Sé que puedo contarte esto como siempre pude contártelo todo: la otra madrugada, cuando leí la noticia de la muerte de Álex Casademunt, empecé a temblar y no supe por qué. Di vueltas por la casa, me encendí un cigarro detrás de otro. Me desvelé, se me llenó el salón de monstruos galopantes. Miré mucho rato al techo. Luego entendí que él tenía tu mismo nombre y que había fallecido también en un accidente de tráfico, jovencísimo, como tú, hermoso y alegre. Es de una crueldad insólita la vida.

Éramos pequeños cuando en la tele salió la primera edición de Operación Triunfo y conocimos a esos chavales como si fueran nuestros hermanos mayores. Éramos diminutos y no sabíamos nada, Jano, no sabíamos lo que vendría después de los años pletóricos, de los años inmensos. De aquella fiesta rara de la inconsciencia. Se ha roto todo ya. La ensoñación, la candidez estúpida pero fundamental que reinicia el mundo, que lo hace habitable.

Cuando te fuiste pensé que había tocado las manos de un hombre muerto y me dio vértigo. Cuando te fuiste entendí. Una vez me mandaste un mensaje que ponía “¿cuál es tu palabra favorita?, sólo puedes elegir una” y no te contesté. A los pocos días me avisó un conocido común de que ya no estabas. Temblé de pánico.

Querría haberte dicho “decadencia”. O “contracultura”. Igual son malas. No sé. Tampoco sabré ya la tuya.

Cuando te conocí pensé que la vida me había hecho un regalo, que me había pasado algo radicalmente excepcional, y me quedé inmóvil de fascinación: no quería tocar nada, por si destrozaba algún tipo de conjuro secreto. Me volviste esotérica. Tan bello, tan bueno, mi amigo. Tenía ganas de ser mejor todo el rato -más lista, más divertida, más bonita y elocuente- para acompañarte en las cosas como tú merecías. 

¿Tú crees, Jano, que uno es siempre un poco como fue a los veinte años? Tú tenías aparatos en los dientes y yo aún no fumaba. Ni siquiera bebía café. Me hubiera gustado verte crecer. Y volverte viejo y más sabio. Seguro que en algún lugar cerca del mar, de las olas feroces de tus amores, rodeado de críos y de perros. Recuerdo el día que paseamos hasta las tantas por Moncloa y me metí debajo de unos aspersores. Me dijiste que estaba loca.

Creo que siempre te parecí muy exagerada en casi todo. Yo intentaba hacerte más libre.

Caminamos muy lejos en la noche en un mundo niño sin toque de queda, sin guerras médicas. Era junio y hacía el calor de las películas donde no crece la hierba. Tomamos tinto de verano. Yo llevaba una falda azul. Tu camiseta caliente, recién planchada, olía a suavizante.

Recuerdo cómo cogía el 133 para ir a verte a Mirasierra. De aquella no tenía ni un chavo. Recuerdo cómo de flipados estábamos con la cultura asiática: tanto que te acompañé a hacerte el tatuaje aquel en un centro comercial. Me puso triste cuando, a los años, me dijiste que querías borrártelo del antebrazo. Lo sentí como una especie de traición. Recuerdo a tu perro Choco. Recuerdo que una época nos llamábamos por teléfono muy temprano en la mañana para contarnos lo que habíamos soñado. No sabíamos nada. Absolutamente nada de la muerte.

Recuerdo que les mentí a mis padres y les dije que tenía que ir a Madrid en verano para reclamar la nota de Administrativo, pero era una excusa para verte. Fue un gran secreto. La mejor de mis maquinaciones. Recuerdo que me llevé a Málaga tus llaves por error y te las mandé de vuelta con un regalo que te hizo mucha gracia. Recuerdo tu carcajada grande y tierna. Tú siempre distinguiste el elefante dentro de la boa donde los mayores sólo veían el sombrero. Tú siempre formulaste las únicas preguntas importantes, las preguntas que ya no me atrevo a responderme. Tú siempre fuiste extrañamente romántico en todo lo que hacías. Incómodo con las lógicas numéricas de la vida seria, de la vida mansa, de la vida lenta. 

Tengo miedo de olvidarme de las cosas. Sé que tenías lunares en los brazos y una gorra preferida. De eso estoy segura. 

Nos bañamos en la piscina de tu jardín y algo se me quedó ahí enredado: la juventud, quizá, una inocencia distinta. Tuviste novia y yo algunos novios. Te encuentro a veces en las terrazas, amigo: me parece verte en los ojos clarísimos de los hombres ajenos, de los hombres que nunca admiré como a ti, de los hombres que están vivos, injustamente vivos, como fue injusta tu muerte, y que no me importan en absoluto.

Hay conversaciones que nunca hemos tenido y que tú también recuerdas.

Hace poco vi a tu amigo de la universidad. Debe trabajar por donde yo. Iba de traje. Jamás te vi a ti de traje y no sabía que era algo que echaría de menos, esa prolongación suave de tu elegancia de tipo estoico, alto y fibroso. Somos mayores ya, Jano: qué loco es todo esto. Qué macabro. Le vi y no me atreví a decirle nada. Él también me ignoró. Creo que fue nuestra forma de evitar tu muerte, y me pareció legítimo. ¿Qué estarías haciendo esta noche: esta noche imposible en la que yo no escribiría esto? Moriste en el lugar donde yo nací, y yo muero ahora, un poco todos los días, en el lugar donde naciste tú. Estoy cansada. Y cada vez tengo más miedo.

Me aterra la muerte, amigo, no sé cuándo empezó a obsesionarme. Pienso en ella a cada hora. Los psicólogos me diagnostican como hipocondríaca. Ya no saben qué hacer conmigo. El ‘yo’ neurótico, dicen: como si hubiera otro.

Jano: no sé qué es el futuro. No sé bien para qué sirven los días.

Te conocí en ese instante al filo, en ese momento único, transitando, niños, los rebordes de la melancolía. Parecía que todo era eterno. Ahora soy otra mujer y tú serías un hombre distinto, pero te conoceré siempre, te imaginaré siempre. Siempre te enseñaré mis libros nuevos. Voy a vivir muchas cosas aquí abajo, voy a agarrarme fuerte a la alegría para guiñártela toda. Del almendro de nata te requiero: que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.