Soy de la opinión de que el partido no se acaba hasta que suena el pitido final. De que nunca es tarde si aún estamos. No importa la edad si las ganas existen. Esta es una de las tantas verdades que se ocultan en los preciosos fotogramas de Soul, la nueva película de Pixar.

La premisa que planea sobre la historia es la misma que debería situarse en el centro de nuestra existencia: ¿para qué me levanto cada mañana?

A lo largo de una hora y cuarenta minutos, Joe Gardner y 22, los protagonistas, nos muestran todos los elementos que entierran nuestras pasiones y propósitos. Los entornos castrantes que, faltos de ilusión, no comprenden y por tanto no alientan –sino que aplastan– cualquiera que tú puedas mostrar. El miedo al fracaso, a intentarlo. Las creencias limitantes que nublan la visión de ti mismo hasta convertirte en una pieza de dominó movida por una inercia aburrida a más no poder.

Soul habla de la chispa, de eso que te provoca un pellizquito gustoso en las tripas y que no es sólo una cosa, o no debería. Si llevamos los cristales limpios y apuntamos al lugar correcto, que no es otro que nuestro centro, nuestro camino y nuestro propósito, somos capaces de sorprendernos y disfrutar a cada momento.

Cualquier excusa es buena para recordarnos que estar aquí es un regalo, pero la de ahora mucho más: la pandemia es una mierda marciana de dimensiones estratosféricas y también una oportunidad para replantearnos si estamos donde queremos estar; para qué hacemos lo que hacemos; dónde, con quién y cómo nos sentiríamos aún mejor; cuáles son los gustazos que dejé aparcados para dedicarme a trabajar ese concepto tan confuso de centrarme y ese otro conocido como vivir con los pies en la tierra y que, gracias al cielo, muchos han ignorado.

La única manera de saber si algo nos gusta es experimentarlo. Pero es que soy muy mayor, o estoy muy ocupado, o ando metido hasta el cuello en el pantano de la tristeza, como Ártax, el caballo de Atreyu en La historia interminable, otra película que nos habla de la importancia de reinventarnos, de darnos un nuevo nombre cuando el antiguo ya no nos sirva.

En Soul es 22 la que, ocupando el cuerpo de Joe, siente el pellizquito gustoso en las tripas, se emociona escuchando jazz, disfruta del sabor de una simple porción de pizza, se enamora de las alas de una mariposa. Y es que los círculos viciosos funcionan para bien y para mal: el hastiado no le ve la gracia a nada y el motivado de la vida disfruta desde que se levanta hasta que se acuesta. A mí, personalmente, me parece mucho más divertido lo del segundo.

Habrá quien piense que esto del propósito vital está muy manido. Le doy la razón, pero habrá que repetirlo hasta que nos entre en la sesera. Sólo hay que asomarse a las oficinas, a los supermercados y a las calles para contemplar claramente la nube gris, la inercia paralizadora, la falta de alegría.

Vi Soul el día de Reyes, junto a mis hijos y esos amigos que cada 5 de enero se quedan a dormir en mi casa para así disfrutar juntos, en pijama, del follón matinal bajo el árbol, del chocolate con churros, del roscón, de las películas navideñas.

Mientras tanto, yo tomaba apuntes para esta columna, sentada en mi sillón orejero, observando la pantalla y a mi familia elegida, que, curiosamente (o no), está compuesta por seres que decidieron vivir con los pies donde les diera la gana. Que escriben e inventan y hacen películas y curan las heridas del alma. Que no sólo encuentran, sino que crean cada día su particular sentido de la vida, empujándome a mí a hacer lo mismo.

No hay mejor regalo.