Tan lleno está el mundo de nosotros que la RAE nos admite con y sin tilde. En la discoteca de las infecciones imaginarias, bailamos los hipocondriacos y los hipocondríacos. El “hipocóndriaco” -todavía no aceptado por los académicos- es nuestro gran padre. Un dios griego de largos tentáculos que se desenvuelve hoy con más promiscuidad que nunca.

Por fin hemos cumplido nuestro sueño: un virus inunda todos los rincones del planeta. Era una quimera que nos generaba tanto miedo como deseo. La unión de estos dos factores aparentemente contrapuestos condensa la clave del trastorno. El hallazgo y el combate de la enfermedad construyen el motor que mantiene con vida al hipocondriaco.

Los hijos de las enfermedades inexistentes alcanzamos la lucidez cuando renunciamos a la medicación. El hipocondriaco está a salvo de su condición cuando, consciente de su pesadilla, deja de contemplar la farmacia como si fuera un Mercadona.

Cuando bordeaba esa conclusión advertí que el Teatro de la Comedia ofrecía -y todavía ofrece- una obra titulada El enfermo imaginario, de Molière. Corrí hacia el patio de butacas como el salvaje que acude presto al llamado de la tribu. Ahí estábamos todos los hipocondriacos del mundo -los verdaderos proletarios del presente- unidos.

El actor principal y director, Josep María Flotats, avisaba en el programa de mano: “España es el segundo país del mundo que más ansiolíticos consume. Entre 2000 y 2013, se produjo un incremento del 200%”.

Flotats, convertido en el viejo Agrán, se enfadaba con quienes le saludaban con el típico “tiene usted mejor cara”. Al verlo, sentí un escalofrío porque, sin llegar a tal extremo, rememoré algunas ocasiones en las que yo también preferí un “métete en la cama, estás muy pálido”.

El hipocondriaco no es idiota. O mejor dicho: no todos los hipocondriacos somos idiotas. La enfermedad, por dolorosa, nos contraría, pero nada más experimentarla suele cruzar nuestra cabeza este pensamiento: “¿Veis? No me creíais, pero estoy enfermo”. 

José Manuel Sánchez Ron, físico con sillón en la RAE y encargado de abrir boca en los espectadores con un texto sobre la obra, me empujó a un baño de realidad terriblemente helador. ¡Qué hábil era Molière! El libreto, como explica este escritor, combina dos relatos: el del viejo hipocondriaco y la historia de amor de su hija. Si no pierdes detalle de los dolores del viejo y arrinconas las vicisitudes de la bella Angélica en un tenebroso lugar del subconsciente, eres un… Sí. Un puñetero hipocondriaco.

Han pasado casi cuatrocientos años de la muerte de Molière. El autor del Tartufo falleció el 17 de febrero de 1673, el mismo día que representaba, ¡sorpresa!, El enfermo imaginario. En plena escena, sufrió una convulsión. Le llevaron a casa y culminó su viaje al más allá. Algunos admiradores sostienen hoy que fue liquidado. Nada hay peor para un hipocondriaco que la ridiculización de sus ansiadas enfermedades. Sí, fuimos nosotros.