Estamos en la segunda ola de la pandemia y pienso que, si algo bueno tiene el covid es que ha enriquecido el lenguaje. Ahora hay mucho vocabulario nuevo, palabras que elevan el paladar a bóveda de crucería y palabros que suenan fatal. A las fundacionales como pangolín o anticuerpos, hay que añadir desescalada, respiradores o confinamiento.

Muchas de estas palabras ya existían, de hecho el significante sigue siendo el mismo, lo que cambia es el significado. Un año antes de que los chinos nos atacaran con su carga viral, un sanitario era un váter, en cambio ahora es un trabajador del hospital que viste epis, mascarilla de soldador y traje de astronauta.

En esta segunda ola nos ha sorprendido la movilidad, una sola palabra y muchos significados distintos. La movilidad, aparte de ser un aliado en la difusión del covid, es un cuerpo de agentes municipales que se dedican al control y dirección del tráfico en algunas ciudades.

Ahora la movilidad está otra vez en el candelero. Se habla de ella para no usarla. Es decir, para quedarse quietos. Los que vivimos fuera de la capital estamos asistiendo estos días a un fenómeno curioso: la invasión de nuestros pueblos por parte de los urbanitas del centro que, en la primera parte de la pandemia, sufrieron pavorosos brotes de claustrofobia durante su encierro.

Hoy por la mañana (ayer para ustedes) me desperté con el sonido de un camión que amenazaba con arrancar y no arrancaba. El camión resultó ser tres camiones, los tres de mudanza. Desde que empezó la pandemia, mejor dicho, desde que siguió, la movilidad no ha dejado ser la palabra maldita. La restricción de la movilidad ha hecho que los ciudadanos de Madrid emprendan la huida hacia la periferia para comprar o alquilar casa. Supongo que los trenes de cercanías también elevarán su frecuencia.

Hablando de trenes, el madrugón que ne pegué ayer por los camiones de la mudanza me ha dejado con el sueño cambiado y he estado toda la mañana durmiéndome por los rincones. Antes de comer me he quedado sopa. Eso le puede pasar a cualquiera. De pronto los ruidos se han colado en mi subconsciente y han dado al traste con mi armonía corporal, que sus buenas lecciones de feng sui me costaron. Iban de menos a más (los ruidos, se entiende), incluso parecía que los camiones estaban metiéndose en casa y venían por mí. He pasado un momento de pánico, pues el ruido era ensordecedor. Ha sido por puro instinto de conservación que he dado un brinco y me he puesto a salvo. ¡Cielos! era la lavadora, que estaba bailando en la cocina como una loca.