Ahora que he aprendido a olvidar, me acuerdo del día que llegó la pandemia. Aturdida e impaciente, me dormí con los ojos abiertos, y cuando las luces del alba se colaron por las rendijas de la persiana, caí doblada y los cerré de golpe. Así empezó todo.
De aquellos días recuerdo sobre todo dos cosas. Una, que en mis sueños iba y venía la peste como una pesadilla maldita. Para mí que confundía el coronavirus con las ratas negras que huían despavoridas de los barcos y se colaban por las alcantarillas. En mi calle no hay mar, pero los barcos atracaban en batería como si fueran BMWs.

Seguramente era un error por mi parte, pues la noche antes había leído que la peste negra la contagiaba un bacilo transmitido por unas ratas grandes como conejas.
Pero no estamos en la peste negra sino en una especie de gripe blanca a la que llaman Covid y cuya maldad aspira a medirse con la de la gripe española, que se llevó montones de familias por delante. En los medios de comunicación he oído decir que después de la pandemia ya nada será igual. No lo niego. Si lo dicen los medios de comunicación acabaremos por decirlo todos. Pero la pandemia sigue discurriendo con implacable puntualidad, pues el calor no se ha cebado en los virus, como prometían los optimistas.

Todo sucede más o menos como siempre, excepto el miedo, que es de color ceniza y se ha apoderado de las calles. Quiero pensar que yo solo he cambiado lo justo para sentirme recompensada. Ahora ya no me levanto a las seis de la mañana para ir al gimnasio sino que me regalo un par de horas más de sueño (bendito lormetazepam), y en cuanto sorbo el primer café, doblo una manta en el suelo y me doy a la gimnasia con un frenesí que casi me descoyunta.

La gimnasia la consumo en compañía del spotify, que me ayuda a sobrellevar el aburrimiento. Antes de la pandemia yo era otra. Escuchaba canciones francesas y hacía abdominales al compás del Réquiem de Mozart.

Ahora, en cambio, desde que he descubierto las rancheras de Bertín Osborne, ya no soy esa que tu te imaginas, una señorita sencilla y tranquila. Julio Iglesias y Bertín Osborne me acercan a una dimensión real. No hay nada como escuchar a Bertín cantando en clave honda y ranchera: “Yo debí enamorarme de tu madre”. Subidón del puro.