Las políticas de la identidad, que es la moda no tanto política como religiosa de nuestro tiempo, han alcanzado la perfección en el Gobierno Sánchez-Iglesias (¿o es Iglesias-Sánchez, a estas alturas? El orden de los idénticos no altera la identitariedad). El fundamento es pasmoso, pero les funciona: ellos son los buenos porque son ellos y los otros son los malos porque no son ellos. La oposición asume este circuito cerrado porque ha decidido (o es lo que le sale) aparecer como malota.

Fue de una transparencia adorable lo que le dijo Iglesias a Sánchez en la sesión de investidura de enero (¡cuánto tiempo ya!): “No nos van a atacar por lo que hagamos, nos van a atacar por lo que somos”. Era la formulación invertida de lo que hay en su cabeza (yo no he mirado ahí dentro, pero contamos con una extensísima videoteca para saber lo que se cuece): es él el que viene odiando a muchos no por lo que hacen sino por lo que son; y es él el que reclama la adoración a su persona no por lo que hace sino por lo que es.

La gran frase de la tradición progresista española es esta de Cervantes que tanto cita Trapiello: “No es un hombre más que otro si no hace más que otro”. Frase aplastada ahora por las políticas de la identidad y desmentida a diario por este Gobierno. Las respuestas caradurísticas de Sánchez –quien jamás practica la cortesía de la argumentación racional, sino que se atrinchera en el cemento armado, en el embarramiento del terreno y, naturalmente, en sus mantras de “la derecha” y “la ultraderecha”, con los que trata de neutralizar toda crítica– son la refutación de todo progresismo.

Con Iglesias pasa igual, y con casi todos los ministros y ministras. Es un Gobierno identitario a tope, al igual que los partidos que lo sostienen, la tertulianería afín y los politólogos y politólogas de comunión gubernamental, que se rigen por Sanchezprinzip y el Iglesiasprinzip (que vienen a ser un único prinzip) con una docilidad que, a estas alturas, no deja de asombrarme; lo cual es sin duda mérito mío.

Así que en nuestra España bastaba con que un gobernante se autoerigiera en tótem para que sus acólitos respondiesen: “Sí, bwana”. En realidad, siempre ha sido ‘bastante’ así (no solo con el PSOE, sino también con el PP). Lo alucinante del momento es que esté siendo ‘tan’ así. Y justo por aquellos que decían venir a democratizar España y que han fundado su acción política en la denuncia de las carencias democráticas de los otros.

Pero ya se ve que el gran problema de los otros es que no eran ellos, imperdonable pecado para quienes fundan la política en su propia identidad.