Todo periódico tiene varias pantallas que informan a sus trabajadores de las visitas a tiempo real. En uno de esos monitores -delicados instrumentos de tortura periodística-, echaban humo las noticias relacionadas con el Naviluz, ese autobús que pasea a sus inquilinos por las calles iluminadas de Madrid. “Pero, ¿a quién narices le puede interesar eso?”, pregunté a viva voz. Y los lectores seguían devorando aquellos textos, como si las hienas internautas se alimentaran de luciérnagas.

La providencia es un viejo gruñón que castiga a quienes lanzamos quejas al aire sin motivo. “Ese gilipollas que se ha mofado del gran invento debe acabar en el Naviluz”. Y acabé en el Naviluz. Dos días después, superado el síndrome del estrés postraumático, puedo contar lo que ocurrió.

Llovía en Madrid, la ciudad menos preparada para el agua del planeta. Con tres o cuatro gotas, la capital se bloquea y los capitalinos se enervan. Cayeron dos tormentas consecutivas. Sólo existe una ironía mayor: ¿se imaginan que este poblado de empedernidos contaminadores celebrara una gran cumbre del clima?

Mi entrada para el Naviluz -me vi obligado a aceptar el plan por circunstancias que ahora no conviene explicar- establecía la siguiente condena: un viaje desde Colón hasta Plaza de España pasando por la Puerta de Alcalá y la Gran Vía. Las avenidas más electrofloridas del centro.

El chaparrón era ciertamente desagradable. En el improvisado andén lloraba una manada de niños… y a punto estaban de hacerlo sus padres. Yo, que no soy niño ni padre, maldecía con vehemencia: los pies mojados, el viento, el paraguas roto… Organizaba aquella selva un pobre hombre empapado, que trataba de hacerse un chubasquero con una bolsa de basura. A las nueve menos cinco, le pregunté: “Disculpe, ¿cuándo sale el de las nueve?”. Me miró como quien da el pésame y respondió: “Todavía no ha salido el de las ocho y media”.

Alsa -la empresa contratada por el Ayuntamiento- se había inflado a colocar billetes. Hace siglos que los negocios españoles funcionan así: el empresario vende todo lo que puede… y luego ajusta la calidad del servicio. No hay nada más cruel que cientos de críos como víctimas de esa codicia. La única previsión fue una especie de toldo de plástico que cubría la azotea del autobús. En plan safari, como en señal del peligro que acechaba. Seguro que saben de qué tipo de vehículos les hablo.

Cuando me llegó el turno, casi se podía bucear a orillas de la calle Serrano. Hacía veinte minutos que las películas navideñas de Antena 3 por la tarde me parecían una genialidad. Quién las pillara. De ahora en adelante utilizaré la primera persona del plural debido a ese sentimiento de solidaridad y pertenencia que alumbró la tripulación ante la magnitud de la tragedia. No nos conocíamos de nada, pero habríamos matado los unos por los otros.

Acomodados en nuestros asientos, corrimos a cerrar las ventanas. Parte de situación: los cristales empañados y el toldo granate. No podíamos siquiera atisbar las puñeteras luces que habíamos ido a mirar. A la gente le jode la prosperidad ajena. Lo dice Karmelo Iribarren: “Hay gente que es capaz de cualquier cosa cuando ve una sonrisa”. Por eso, todos los coches que nos adelantaban nos obligaban al frenazo y nos pitaban. Imbuidos por sus miserias cotidianas, nos imaginaban felices… ¡Ay!

Desde dentro, como en una habitación a oscuras, recibíamos los trompicones con gritos ahogados. Eran lamentos de verdadero susto, pero aplacados en el último instante por un inconsciente sentimiento de pudor. El ángulo de mejor visibilidad era la luna delantera, que de vez en cuando barrían los parabrisas. “¡Ya llegamos a la bola!”, gritó una criatura. La bola es un redondel enorme incrustado en el cruce de Gran Vía y Alcalá que felicita las fiestas con luces de neón. Qué importante es el contexto. Si estuviera en la carretera, parecería un puticlub. Y todos estiramos el cuello para ver la bola… que se apagó. Sí, se lo juró: el mejor artilugio que íbamos a ver fundió los plomos a nuestro paso… y volvió a lucir cuando lo dejamos atrás.

Mi maravillosa acompañante y yo pensamos en abandonar: “¿Quién nos obliga a esto?”. Pero el trayecto no incluía paradas. ¿Por qué no elegimos un autobús de línea que pasara por el centro? Habría sido más barato… y menos doloroso. La condición humana es asombrosa: a partir de ese instante, no dejé de preguntarme: “¿Cómo es posible que todos hayamos acabado aquí de manera voluntaria?”. ¡Y pagando!

El Naviluz nos adentraba en la tiniebla. En el trayecto de vuelta, un bache removió el toldo y se filtró algo de agua al interior. “¿Estáis todos bien?”, preguntó un chavalillo. Una chica, calada, se quitó el jersey para cambiarse de camiseta… justo cuando los de adelante se hacían un selfi. Y ella sonreía paralizada, a punto de su primer semidesnudo por culpa del indeseable Naviluz. Todo un despropósito.

Sobrevivimos, pero en apenas una hora nos habían robado la Navidad. Si no fuera por los litros de agua que caían, habríamos inaugurado en ese mismo instante la asociación de represaliados del Naviluz. No estáis solos. Salid de vuestras casas. ¡Alzad la voz!