Picasso, como muchos genios, era supersticioso. Una de sus mayores preocupaciones era que alguien se apropiase de su cabello recién cortado, como si en los tijeretazos de un peluquero pudiese estar el secreto de su talento.

Con el tiempo, Picasso tuvo su barbero particular, un español, de nombre Eugenio Arias, que acabó convirtiéndose en su amigo y que le cortaba el pelo a domicilio porque al pintor le molestaba la excesiva cortesía que guardaban para él los otros clientes de la barbería.

Picasso y Arias tenían largas conversaciones privadas que estrecharon la confianza y el afecto. La cercanía entre ambos llegó a ser tal, que a la muerte del artista fue Arias quien ayudó a amortajarlo con una capa española, y él mismo veló su cuerpo toda la noche, en una vigilia de amistad y tristeza.

A lo largo de su historia de afecto, Picasso regaló a Eugenio Arias varias de sus obras. El barbero las legó a su pueblo natal, y hoy, en Buitrago del Lozoya, puede visitarse una pequeña pero extraordinaria colección de obras picassianas. Hay platos decorados por el malagueño, una bacía iluminada con la silueta de don Quijote, carteles firmados – “para mi amigo Arias”–, el retrato de la madre del peluquero… y un objeto excepcional: una caja de barbero decorada por Picasso con la técnica de la pirografía. No hay constancia de que exista otra pieza similar. Esta rareza se encuentra en un pequeño pueblo de la sierra madrileña.

Si el museo Picasso estuviese en una villa francesa en lugar de en Buitrago del Lozoya, habría lista de espera para visitarlo. De la misma forma, si Eugenio Arias fuese francés en lugar de español, se habría convertido en un personaje de culto: fue el último hombre que vio el cuerpo de Picasso.

El museo recibe al año un par de decenas de miles de visitantes, y el nombre de Eugenio Arias –“Mi amigo Arias”– es una incógnita para los picassianos del mundo entero.

El otro día, al volver de Buitrago del Lozoya, no podía dejar de pensar en que hay cientos de madrileños que se saben de memoria las salas del MoMa en Nueva York, que podrían recorrer a ciegas el Pompidou de París y se mueven como peces en el agua por la Tate Modern y sin embargo ignoran que a cuarenta y cinco minutos de su casa está la única caja de madera pirografiada por Pablo Picasso, y las pruebas de la historia de amistad entre un genio y el hombre que le cortaba el pelo.