Dad la cara, hijos de la peor estirpe. Mostraos antes de lanzar la estocada. Abandonad el sigilo. Emerged entre las sombras. Si matáis, que sea a cara descubierta. Hace ya décadas que lograsteis patente de corso para laminar las vidas más robustas. Vuestra impunidad se ha tornado tan pasmosa que ni siquiera es noticia.

Tenemos derecho a saber quién pulsa el botón. Los verdugos se lo pensarían dos veces si enfrentaran la mirada de quienes agonizamos en los restaurantes, las tiendas de ropa, las oficinas o las sucursales bancarias. A todos nos ha pasado. Cuando la brisa helada está a punto de inocularnos la enfermedad, balbuceamos la siguiente pregunta: "Disculpe, ¿puede bajar el aire acondicionado?". Y la respuesta es indefectiblemente la misma: "Voy a preguntar a ver si es posible".

¡A quién! ¡A quién le va a preguntar! Porque la respuesta siempre es "no", "el aire no se puede bajar". Y esa decisión -la de pisotear la confortabilidad del ecosistema- se toma en algún lugar. Imagino a aquel villano de James Bond, sentado en un despacho subterráneo, con la mano tersa sobre su gatito de angora, alimentándose de nuestras fiebres a través de cuatro o cinco monitores televisivos.

Los asesinos acondicionados practican la mejor de las crueldades, ésa que es irracional, que sólo se conduce por el dolor que genera. Para más inri, atacan con el pretexto del alivio. Incluso de la ética. Socavan el Estado de Derecho al grito de "hagamos una sociedad más acogedora".

Y, entonces, aplican el castigo: veinte grados cuando afuera hay cuarenta. Una gripe cuando ibas a viajar a Venecia, un catarrazo cuando ibas a besar a la mujer más hermosa, un sudor frío cuando ibas a retomar tu novela... O la muerte, en el peor de los casos. Siempre cuando era evitable, cuando la vida invitaba a ser vivida.

El aire acondicionado no es un arma de doble filo. No hay mayor falacia que ésa. Intenten identificar a alguien que haga un uso racional del instrumento. No lo conseguirán. Los monstruos plantan su maligna semilla en las víctimas que abrazan y, después, los usuarios particulares actúan en sus casas con el mismo modus operandi: quince grados cuando afuera son treinta.

Más allá de la irrefrenable psicosis, se esconde un peligro todavía mayor: la banalización del virus. Hace cincuenta años, el portador del catarro de verano irrumpía en la oficina envuelto en un halo de épica. Sus compañeros le miraban admirados, seguros de que la desacompasada enfermedad era fruto de haber hecho el amor bajo la lluvia o, en su defecto, haberse manifestado por la dignidad del ser en plena tormenta eléctrica.

El aire acondicionado mata, pero también pervierte esa sociedad moderna construida sobre tanta sangre, tantos cadáveres. Por favor, dad la cara. Emerged entre las sombras. Dadnos la oportunidad de librar la batalla.