La trama de la genial película de Ibáñez Serrador ¿Quién puede matar a un niño? se basaba precisamente en el reparo moral de cualquier persona en acabar con la vida de un niño, incluso –y eso es lo que ocurre en la película- si ese niño te pretende asesinar.

Esa era la cuestión. ¿Quién puede matar a un niño? O, sin llegar a esos extremos ¿quién puede pasar de largo ante un anciano que se ha caído al suelo y no puede levantarse? ¿Quién no auxiliaría a alguien que se desmaya de hambre ante sus narices? O ¿quién no se apiadaría de unos seres humanos que han pasado múltiples dificultades para salir de su país con el único propósito de mejorar una vida de miseria? ¿Quién sería tan inhumano como para, cuando han sido rescatados del mar, privarles de desembarcar en un puerto seguro? ¿Quién les mantendría durante veinte días hacinados en un barco a sólo un kilómetro de tierra firme?

Salvo psicópatas y malvados, cualquier persona socorrería al anciano o al hambriento y entendería e incluso apoyaría a quien ayudase a esas personas que, después de ser salvadas en alta mar, tienen vetado desembarcar en el puerto que tienen ante sus ojos. Y habría muchos que también ayudarían a esas pobres personas recluidas en el barco y muchas más estarían dispuestas a mostrar su indignación ante el hecho de que se les prohíba bajar a tierra.

La cuestión es: ¿es este el debate moral que nos ha planteado la situación del Open Arms o más bien es esa la disyuntiva a la que se nos quiere llevar?

El 13 de mayo de 1939 más de 900 judíos abandonaron Alemania a bordo de un crucero de lujo, el SS St Louis. Esperaban llegar a Cuba y de ahí viajar a Estados Unidos, pero la situación política cubana hizo que aquello saliera mal. En La Habana los mandaron de vuelta a Europa y a pesar de ello, EEUU se negó a dejarlos desembarcar en Miami. Más de 250 acabarían muertos por los nazis.

El 24 de febrero de 1942 un torpedo ruso impactó en el casco de un viejo barco de transporte de ganado. Se trataba del Struma. En él viajaban 769 judíos rumanos que huían de los nazis y que pretendían llegar a Palestina. Las autoridades turcas les impidieron atracar en Estambul y en cuanto abandonaron sus aguas territoriales sufrieron el ataque soviético. Sólo hubo un superviviente.

Lo fácil es la compasión inmediata. Lo sencillo es comparar el Open Arms o el Ocean Viking que espera ya con 350 inmigrantes a bordo, con la del SS St Louis o el Struma porque en todos hay desesperación y aparentemente, solidaridad ¿Y cómo negarse a eso? ¿Cómo decirle no a alguien que ha atravesado el Sahel para llegar a Libia y allí ha vivido en condiciones inhumanas y que está a sólo una milla del sueño europeo?

Pero no podemos enfrentarnos al dilema que se nos plantea sólo desde el sentimiento y sin contar con el contexto. Y mucho menos es lícito que se tomen decisiones políticas obviando ese contexto y sobre todo sus implicaciones. Hablamos de personas pero también hablamos de Europa, de sus fronteras, de su sociedad, de la hipocresía de saber que no ofrecemos más que la marginalidad una vez abrimos las puertas, y que a golpe de buenismo estamos alimentando –a sabiendas- el monstruo de la xenofobia.

No es tolerable que los medios de comunicación y las oenegés sean quienes marquen o fuercen la política europea y de paso la legalidad porque Europa es incapaz de dar una respuesta común. Y mucho menos que esas oenegés presionen a estados soberanos aunque sus políticos se muestren incapaces de actuar con coherencia.

Porque no hay acción sin consecuencia y el Open Arms como antes el Aquarius y después el Ocean Viking no son hechos ni puntuales ni aislados sino eslabones de una cadena a la que no hay interés en poner fin.

La realidad es que el tráfico –que no el transporte ni el rescate- de personas se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos y que el Open Arms y los otros barcos dedicados a lo mismo, colaboran –queriéndolo o no- en perpetuar ese negocio, probablemente el más repugnante que existe.

Lo cierto es que la gran mayoría de quienes se ponen en manos de estos nuevos negreros no son refugiados sino inmigrantes económicos y aunque sea legítimo salir del propio país para mejorar las condiciones de vida, no lo es hacerlo ni de manera ilegal ni colaborar a que quien lo intenta, se juegue la vida.

Es inmoral seguir alimentando la ficción de una Europa que acoge y da oportunidades a quienes llegan ilegalmente a sus costas cuando no es así.

Y es suicida dar respuestas en función de intereses electorales o de otro tipo, porque la muerte no tiene remedio y porque la sociedad que se deconstruye no se puede volver a construir.