Querida C.: empecé esta carta pensando en contarte que uno no puede escribir nunca sobre lo fundamental; que uno escribe siempre bordeando lo que ama. No sé bien si es por evitar la pornografía sentimental o porque somos incapaces de llegar al corazón de las cosas cuando todavía están calientes. Antes pensaba que el lenguaje unía, ahora tengo la sensación de que cuando nombramos algo, se aleja. ¿Sabes de esa angustia de lo inasible? 

Esta semana viniste a casa, te descalzaste y cenamos jamón: te dije que había conocido a Javi, el farmacéutico de guardia del barrio. Voy a verle por las noches, a eso de las doce, después de tomar un vino con Nora en Casa Benito, toco al timbre y me abre la ventanilla. La primera vez le pedí crema para una herida labial y le estreché la mano al despedirme, poniéndome de puntillas para llegar a la rendija. Él se rió muy fuerte. 

Ahora hay veces que paso a saludarle y hablamos de su insomnio, de los seres asfixiados que acuden a pedirle antidepresivos a las cuatro de la mañana, de las niñas que lloran y compran pastillas del día después. Son sólo unos minutos de charla separados por la cancela, como los novios antiguos, pero se alegra de verme. “¿Qué tal va la noche?”, le pregunto, y él me cuenta anécdotas varias de los humanos que habitan mi distrito. Me tranquiliza pensar que no existe más “yo” que el neurótico. En mi calle, como en todas las calles del planeta, todo el mundo está recuperándose de algo. 

Nunca he visto su cuerpo: siempre está en medio la puerta metálica. Es como esos presentadores de telediario de los que nunca sabes si tienen piernas. Quiero que siga siendo así. Prefiero no encontrármelo nunca sin bata, caminando por la acera. Quiero que siga siendo así porque es una imagen perfecta de la barrera del lenguaje. Todo lo que decimos nos separa un poco más del otro. “Necesitamos cosas que nos ayuden a poner más lejos la cosa para captarla mejor, como la cámara fotográfica, cuando hay que alejarla para comprender al objeto entero. No es absurdo que cuanto más hables de una cosa, más distancia le pongas”, explicaba el profesor Quintana Paz.

Por eso decir “te quiero” tal vez no sirva; por eso quizá no sirva decir “quédate a dormir una semana”. Tú me contaste que andas preguntándote si estás enamorada de tu mejor amiga, que tiene pareja desde hace dos años. Dices que no sientes ganas de besarla ni experimentas celos. No vives esto con ninguna urgencia, no tienes miedo. Te gusta más, dices, cuando vuelves a tu casa y piensas en ella que cuando la tienes enfrente. Te gusta más cuando no está, subrayas, mira qué retorcida eres, reina mía, y qué exquisita.

Llevas algo dentro que te aterra porque no sabes ponerle nombre. Porque no encaja en los patrones tradicionales de “amiga” o de “amor” -ni de "colega", "compañera" ni "amante"-, porque parece que en esta vida no se puede ser nada más que eso, porque no hay ninguna palabra precisa para vosotras. Porque no se parece en nada a lo que amasan esas parejas que entornan las persianas y se desnudan, que se besan y follan y se tocan los lóbulos y se respiran monótonamente en la cara al dormir, esas parejas con sus pactos y sus renuncias y sus deseos secretos que se sonríen desde el otro lado de la sala y hacen la compra y charlan en los restaurantes. Porque lo que tú sientes es más contradictorio, C., y más complejo, y más desolado. 

Sé que todo ese análisis quirúrgico de tus sensaciones te tiene confundida: ¿es que la amas realmente? ¿Cómo sabe uno que ama; de qué forma; bajo qué consignas? Sin duda, el mundo te parecería un lugar mucho más sórdido, mucho más aburrido si ella no existiera, ¿pero es bastante? Tendrás que hacerme caso cuando te digo que esta problemática del lenguaje ya le preocupó a Borges, pero espero que te importe porque también me preocupa a mí: ¿por qué este idioma tan rico se vuelve tan pobre a la hora de definir los tipos de relaciones?

Dice Sonia que el castellano se queda tiritando a la hora de nominar los sentimientos más fuertes, como el de la madre que pierde a su hijo. Yo le dije que igual esa orfandad antinatura no tiene nombre porque contradice las leyes de lo esperable, de lo tradicional, del curso cronológico de las cosas. Quizá es eso también lo que te pasa a ti con ella: quizá os habéis encontrado en mitad del tiempo en este lugar extraño y os queréis tan nuevo, tan raro, tan cómplice, que no existe ningún concepto justo para cercar eso. Quizá, en el fondo, no sirva en absoluto nombrar nada. Quizá sea infértil decir “te espero”, o “la rehabilitación es de desertores”, o "te entiendo", o “¿no es de puta madre la vida conmigo?”. Quizá simplemente haya que callarse y vivirla, para que el mundo no se convierta en una conversación a través de una verja con el farmacéutico de guardia.