Hace seis semanas, un periodista francés que vivía en el sudeste asiático desde hacía tres décadas se levantó de su puesto de trabajo, dejó su móvil y su cartera sobre la mesa, cogió una moto-taxi hasta una elevada estación de tren cercana y se tiró al vacío. Solo así consiguió acabar con las miserias fundamentalmente económicas que arrastraba.

El ex corresponsal, de 55 años, tenía una gran reputación en la profesión, pero los encargos que le solicitaban habían menguado enormemente en los últimos tiempos y, por ello, también su capacidad para mantenerse. Como le sucede a otros informadores destacados en el exterior, en ocasiones le podía resultar más caro trabajar que no hacerlo.

Un año antes había optado por una labor en la Embajada francesa que le resultaba más aburrida y también más estable en cuanto a la periodicidad de los cobros, pero igualmente penosa en términos de ingresos.

Hace algún tiempo, no demasiado, tal y como relata el doctor Paul Kalanithi en su maravilloso Vive (Seix Barral), un compañero de profesión se fue a la azotea del edificio colindante al suyo y se arrojó. Ese mismo día, o quizá fue el anterior, había cometido un error médico y le resultó imposible gestionar la frustración que le produjo, así como su propio dolor. 

Algunos médicos y algunos periodistas se lanzan al vacío, aunque saben que no vuelan, al revés de lo que le pasaba a Riggan, el personaje de González Iñárritu en su premiada Birdman. Acaban estallando contra el suelo y dando así fin al último capítulo de su propia historia. Una que está llena de generosidad -por curar a la gente, por informar a la gente-, pero también repleta de momentos siniestros y, en el caso de los últimos, a menudo, de penurias financieras.

Debería haber alguien en este mundo que cambiara las cosas e hiciera que aquellos que aportan tanto a los demás, como los periodistas y los médicos, pudieran vivir decentemente, en su país o en otro de su elección, y desarrollar sus talentos profesionales con toda la dignidad que merecen estos dos oficios. Que los médicos tuvieran siempre la suficiente fuerza interior para tolerar y superar sus equivocaciones. Que los periodistas tuvieran siempre una remuneración al menos sensata.

Pero, al parecer, como tantas otras circunstancias injustas que deambulan por la zona terrestre, la retribución de los periodistas que o bien se juegan la vida o que la transforman radicalmente para seguir en la profesión, tampoco parece que vaya a mejorar próximamente. Sí puede ir a peor, porque sorprendentemente casi todo puede empeorar.

En esta semana en la que concluye, en Madrid, la Feria del Libro, conviene leer a médicos y a periodistas, porque hay mucho que aprender de los mejores de entre ambos grupos de profesionales. Las Confesiones (Salamandra) del neurocirujano británico Henry Marsh emergen tan sobrecogedoras que ni siquiera requieren de los lectores interés alguno en las ciencias de la salud para adorar el libro.

Las de David Jiménez en El Director (Libros del KO) zarandean la realidad en cada capítulo. Sus confesiones -si no lo son, se le parecen mucho-, se aproximan a un peculiar manual para futuros periodistas, pero también es una refrescante guía para quien pretenda observar el mundo de la prensa, y también el que aparece frente a la ventana, desde una renovada perspectiva.  

Arnaud Dubus dejó el mundo de los vivos el 29 de mayo en Bangkok. Su desaparición invita a una reflexión sobre las condiciones en las que viven los freelance del periodismo, en especial aquellos que se ubican en lugares alejados de su origen. También incita a preguntarse qué le ocurrirá al mundo cuando ya ni siquiera ellos existan.