Es cierto, y es lugar común, que la revolución de las TIC lo ha transformado casi todo en el último cuarto de siglo, en general para bien a pesar de las jeremiadas de rigor. De forma indirecta, ha alterado nuestra percepción del mundo y de nuestro papel en él, extendiendo el alcance de nuestra voz, acortando o eliminando las distancias, impulsando los intercambios globales, derribando barreras de entrada en los proyectos periodísticos (asunto de suma importancia política), y de otras mil formas.

Seguramente la dependencia de las pantallas esté afectando nuestra forma de leer, con resultados no siempre benéficos. Pero los libros de papel siguen ahí, y en ningún lugar está escrito que debamos optar. Pero disponemos de más fuentes, la mayoría gratuitas. Las fuentes son tantísimas que, a efectos prácticos, bien podemos considerarlas infinitas. Con todo, creo que el libro tradicional nos sigue influyendo de forma más perdurable que las pantallas. Al menos esa es mi experiencia; el rigor y la prudencia me impiden reputarla universalmente válida, aunque mi tentación de hacerlo es enorme.

Me he referido a las transformaciones indirectas de ciertas tecnologías sobre la realidad cultural, social y acaso moral. En cuanto a las transformaciones directas, hay algo que no se ha alterado a pesar de lo que cabía prever: las formas básicas de participación política. Aún no había terminado el segundo milenio cuando muchos dimos por hecho que, a estas alturas del futuro, en este apasionante hoy, más de veinte años después de que internet entrara en todas las casas, ya no sería posible mantener el mandato indirecto consustancial a nuestra democracia liberal. Nos parecía imposible que, pudiendo consultarse sin coste a los grupos sociales afectados por esta o aquella medida, tal cosa no fuera a hacerse sistemáticamente.

Creímos que no se daría la conformidad social necesaria para que los representantes del pueblo —entre los que ahora me encuentro sin que pudiera imaginarlo cuando realizaba estas predicciones— mantuvieran intacto durante cuatro años, entre elecciones, su poder para legislar sobre todos los ámbitos de la cosa pública sin consultar a cada paso a los grupos concernidos por los cambios en el ordenamiento jurídico. La razón, repito, es que podría hacerse al momento, con la mayor eficiencia. Que de hecho puede hacerse.

Suerte que en 1999 no seguí adelante con mi proyecto de tesis doctoral sobre las “Nuevas formas de participación política”, porque aquella conformidad social, que parecía imposible de mantener, se mantiene. Y no se trata de que los políticos retengan (retengamos), a la fuerza o mediante engaños, unos mecanismos concebidos hace siglos para sociedades que guardan muy pocos paralelismos con el mundo actual. Se trata de que la participación directa, permanente y atomizada del cuerpo social, tecnológicamente posible, no es una demanda. O lo es de forma tan excepcional y anecdótica que confirma ampliamente la regla.

Esta prevalencia a través del tiempo, contra pronóstico, del mandato indirecto en sus más estrictos términos es otro feliz misterio, entre muchos, de la democracia liberal. Feliz, sí, pues a las desbordantes incertidumbres de la nueva era no se ha sumado la que en principio parecía inevitable, la que iba a poner en entredicho todos los días y a todas horas la legitimidad de los representantes públicos. Piensen, si les queda alguna duda, en los efectos desastrosos de los últimos referendos celebrados en Europa. Y después imaginen cinco referendos diarios.