"La realidad social no estaba suficientemente madura para incorporar la tecnología en su organismo, y la tecnología no era lo bastante robusta para dominar las fuerzas elementales de la sociedad". La descripción conviene a muchos de los fenómenos, generalmente de carácter conflictivo, que suele desencadenar la irrupción de desarrollos tecnológicos en campos de actividad que durante mucho tiempo han hallado —mejor o peor— su punto de equilibrio fuera de las soluciones que la tecnología permite. La controversia resulta de ejecutar cuanto antes lo que resulta tecnológicamente factible, bajo el impulso siempre perentorio de quienes invirtieron en el desarrollo de la tecnología en cuestión, o en cualquiera de sus aplicaciones, un capital cuya rentabilidad tienen prisa por maximizar. Las estructuras generadas en torno al anterior estado de cosas crujen entonces sin remedio. Y la tecnología, por sí sola, no es capaz de resolver la conmoción que ese crujido produce en el cuerpo social sometido a tensión. 

No es un fenómeno nuevo, aunque gentes sin conocimiento del pasado lo convierten en paradigma de la era digital, con la exigencia de deshacerse de las categorías elaboradas hasta aquí por el entendimiento humano, para reemplazarlas por un ideario alternativo que en resumen se reduce al pensamiento mágico de que el avance tecnológico lo reacomodará todo de la mejor y más eficiente manera posible. De hecho, el texto que abre estas líneas no es de este siglo: lo escribió Walter Benjamin allá por 1930, en referencia a los avances tecnológicos de su tiempo. También por aquellos días había quien cifraba en esos avances la panacea de todos los problemas, hasta que vinieron a desengañarlos la Blitzkrieg —la guerra relámpago lanzada por Hitler gracias a las nuevas armas producidas por la ingeniería del momento— o las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. 

Los taxistas han visto cómo una figura que hasta ahora era inofensiva, los VTC —Vehículos de Turismo con Conductor—, en combinación con una plataforma tecnológica como Cabify o Uber, que permite localizar al vehículo y ponerlo en contacto con el cliente a través del smartphone, se convierte en un arma de erosión masiva de su sector, fuertemente intervenido y regulado. Esto es así por el propio potencial de la aplicación para convertir al VTC en ventajoso competidor del taxi, pero también por las expectativas de ganancia que llevan a inversores dudosamente inocentes a especular con estas licencias y propiciar, gracias a la connivencia de agentes también dudosamente inocentes y bien situados en el poder político, su proliferación exponencial. 

Ahora toca resolver el conflicto. Mantener el statu quo, una vez que la tecnología abre nuevas opciones —al cliente— es una pretensión ingenua. Decir que basta con dejar que la tecnología genere un nuevo equilibrio es más ingenuo aún. Toca negociarlo, y al final, como ocurre desde que el hombre es hombre, alguien adulto y responsable —si lo hay— lo tendrá que regular.