Dice Manuel Murillo, el hombre que soñó con ser francotirador por Whatsapp, que él no quería disparar a Sánchez, sino que lo comentó “para impresionar a la chica de Vox”. Dice que fue “fruto del alcohol”, que “ese día estaba inspirado”. Esa sinvergonzonería me alegró el viernes. Ahora España levanta las cejas, pero cuando cae la noche del sábado es fácil contemplar a la chavalería enamorada dando vueltas por Malasaña, abandonando a sus amigos y saliendo de los tugurios como pollos sin cabeza, refugiándose en un portal y fumando un cigarro mientras les tiemblan los dedos gélidos en un mensaje descarnado e ilegible. 

Son los romances ingratos de la bohemia madrileña: es probable que esos chicos lo hayan perdido todo, es seguro que acabarán enredados en un labio irrelevante que les propicie el olvido, pero saben que las palabras son lo único que les queda para jugar. Y las lanzan a la red. Y nunca hay fuegos artificiales. El amor se parece mucho más a El Pico que a ninguna película de Woody Allen.  

Yo he visto sus bocas desencajadas, sus caras de angustia, sus gestos de espera. Aguardan su dosis, lo que es suyo, lo que nunca lo fue, lo que jamás debió dejar de serlo. Compran una lata, achinan los ojos, abrazan al colega que ha salido a buscarles. ¿Estará despierto, estará despierta? Vale que hay verbos calientes y llamadas del ahorro a las seis de la mañana -lo decía Quique González, “los últimos románticos se acaban acostando con cualquiera”-, pero también hay declaraciones urgentes, arrebatos temerarios, pérdidas de dignidad que sólo significan algo hermoso: uno quiere al otro más que a sí mismo. Esa verdad terrible sólo nos alumbra a la salida de los afters, en el sexto whisky-cola. Spoiler: sale mal. 

Miren lo que escribió Henry Miller a Anaïs Nin, carne cruda de Whatsapp ebrio: “Te quiero. Quiero joder contigo salvajemente. Lo que tuvimos no fueron más que entremeses. Quiero hacer de todo contigo. No hemos empezado a follar todavía”. Creo que ya había cumplido los sesenta, pero nunca es demasiado tarde ni temprano para saltar a una piscina vacía. No se rían tanto: Manuel Murillo -sin munición- somos todos, al menos algunos días, cuando nos ponemos flamenquitos. Unos kamikazes, unos yonquis de la épica, unos adictos al fracaso, al desastre, al cariño intempestivo. Quien no haya mandado un mensaje esquizofrénico creyendo durante un instante que todo es posible debe estar muerto por dentro. O ser muy pobre en imaginación. 

La madrugada de Madrid y sus dolores no han dejado de ser eso que contaba Michi Panero, “cuatro horteras que no saben escribir un mal poema”, pero si no fuera por esas declaraciones abyectas a la luz de una farola, qué nos queda en este baile. Eso sí: al presunto francotirador de Sánchez, antes que un psiquiatra o un abogado, le habría hecho falta un buen amigo. Ese que te quita el móvil y te sacude la pájara cuando estás a punto de darle a “enviar”. Si esta noche tienen la tentación de hacerse un Murillo, búsquenlos, que están cerca y nunca se van: nuestros ángeles custodios, verdaderos amores de nuestra vida, que nos abrazan destruidos y siempre tienen suelto para un chupito más.