Una amiga que se dedica a la investigación asistió a un desayuno con Pedro Duque poco después de su nombramiento. Mi amiga era una de las personas fascinadas con el Gobierno bonito de Pedro Sánchez, y el ministro astronauta era el toque final del Ejecutivo escaparate que se había montado el doctor Sánchez.

Aquel desayuno se celebraba en plena luna de miel del Gobierno, cuando incluso la oposición tenía que reconocer su buen ojo para atraer talento, pero mi amiga –votante socialista, crítica a ratos, buscando siempre un motivo para volver a colocarse la rosa entre los dientes– volvió extrañamente desalentada: “Habla como un político”, dijo, refiriéndose al científico portante de cartera ministerial.

Confieso que me sorprendió: a los que venimos de la vida civil nos cuesta desprendernos de la inocencia, de las buenas intenciones, de la fe. Pero Pedro Duque había mudado la piel de un plumazo y ya decía aquello de “tengo las manos atadas”.

El aterrizaje de Pedro Duque en el gobierno ilusionó a muchos. Incluso a mí, aunque no lo dijera a grito pelado: un científico ocupándose de la ciencia. Un estudiante de relumbrón tirando de la cartera de Universidades. Demasiado bueno para ser verdad. Pero llegó el batacazo. Porque Duque, que ha sacrificado una vida profesional intensa y brillante para formar parte del Gobierno, no ha sabido usar la ventaja que le da el saberse el ministro más querido, más valorado, más deseado.

El astronauta habría podido pedir la luna al doctor Sánchez, y el presidente habría tenido que ceder. Pero no le pidió nada. Al contrario, colaboró con un silencio ominoso cuando se destaparon todos los escándalos universitarios que eran un secreto a voces y que retratan a nuestra Universidad como un territorio de tejemanejes, enchufismo y chanchullos.

El ministro de Universidad, el único miembro del gobierno que ha visto la Tierra desde el espacio, reaccionó con obviedades a la evidencia de las vergüenzas e insistió en lo de los “casos aislados”, como si el problema de la Universidad española fuese un grano en la frente o un dolor de cabeza puntual. Y llegó la decepción del astronauta, que era para mí –para muchos– la gran esperanza blanca de este Ejecutivo.

Ahora destapan no sé qué líos de casas a nombre de sociedades, ahorro de impuestos en el filo de la ley y alquileres fantasmas, pero a mí ya casi que me da igual. Como la ministra de Trabajo, yo tampoco entiendo de economía. Pedro Duque empezó a decepcionarme cuando me di cuenta de que había bajado a la Tierra con el solemne propósito de no hacer nada, como el que contempla desde el espacio el planeta azul con la vaga melancolía de saberse muy pequeño en algún lugar del universo.