“Yo monto el sexo como el gran teatro del mundo, como si fuera una ceremonia”, le contó Sánchez Dragó a mi amigo Dani Ramírez. “Hago el amor con la cabeza. La cabeza es el motor y yo la tengo llena de fantasías y cosas barrocas. También se hace el amor con el hígado, con los riñones, con el bazo, con la piel...”. Me acordé de sus palabras esta semana, cuando viajé a Mérida para asistir al estreno de una palpitante versión de Fedra que me voló las sienes y me humedeció el cuello: tanta belleza rota sumada a la ola de calor me dejó el espíritu lipotímico. Me acordé, ya digo, porque al acabar la obra y arrancarnos a copas, me puse a conversar con una joven tintineante que me confesó que andaba prendada de un chaval y que quería llevárselo a las ruinas.

Al principio pensé que era sólo una construcción poética de lo que entre amigos bautizamos como “marchar al catre”, pero resultó de una literalidad abrumadora: “En Mérida todo el mundo ha follado en el teatro menos yo, que siempre me han pillado”, me lanzó la mágica chiquilla. Resulta que el empeño es tal que hasta el Consorcio se ha dado cuenta y anda medio mosqueado, haciéndole fotos a cementerios de condones vividos, empujando a Seguridad a empuñar las linternas y a avistar a los fogosos para cortarles el rollo a tiempo y que no mancillen más las piedras sagradas. Mi reacción original fue la indignación de la periodista cultural que me habita el pecho: qué vergüenza, qué irresponsabilidad, qué caterva de depravados, ¿es que no os bastan los portales?, ¿es que no os valen ya las islas entre dos coches?, ¿es que no tenéis casa, joder?, ¿tan mediocre es vuestro presente que tenéis que practicar sexo sobre nuestro pasado?

Recuerdo lanzar un mitin encendido sobre el respeto al patrimonio, recuerdo que perjuré que removería Roma con Santiago para que allí no se volviese a revolcar ni dios, recuerdo que me encendí un cigarro elevando las pestañas a los cielos y maldiciendo este morbazo nuestro de corte romano. Al siguiente whisky me volví más benévola, y al tercero ya me parecía una performance descollante. Al irme a dormir directamente creía que era un signo de los tiempos, una epifanía sociológica, un retrato bronco y exacto de nuestra oquedad emocional. Aún más: quizá no era una ofensa, sino un homenaje. Quizá aquellos coitos furtivos revelasen en realidad que, como escribía Chantal Maillard, nos atrevemos a creer en las ruinas.

Entiendo que para los aventureros del erotismo ya no bastan los Opel Corsa temblando a las afueras, ya no bastan siquiera los baños de las discotecas ni los besos con lengua bajo los puentes: los chavales andan devastados, hastiados por el rebosante mercado sexual, por los tristes relatos del porno, por la cópula que sólo es deporte. Un cuerpo no basta y cien tampoco. La insatisfacción es eterna porque es estructural. Si lo confiamos todo a la experiencia física nos derrumbará el aburrimiento. A dónde vamos después, hacia dónde viajar, qué queda por sentir, si la anatomía es una y se repite en cada escarceo. Entiendo que el placer no es un botón que se pulsa: soñamos con trascender

¿Por qué habiendo camas y espejos, sofás y encimeras, escaleras y piscinas privadas, los españolitos corren a abrazarse con ahínco en pleno Patrimonio de la Humanidad -es escribirlo y me escuece-? ¿Por qué los niños emeritenses, pudiendo no clavarse piedras en el coxis mientras hacen el amor, eligen aparearse en un lugar que honra a los clásicos, en un lugar dedicado por siglos al drama?

Tal vez porque el sexo, como decía Sánchez Dragó, también es cuestión de imaginación, no sólo “un acto animal, fisiológico o muscular”. Tal vez porque, como decía otro filósofo de barrio -un buen amigo mío, brillante en su anonimato-, “lo importante no es follar, lo importante es el contexto”. Tal vez porque fornicar puede hacerlo cualquiera, pero pescar palabras calientes, fantasías taponadas, euritmias secretas, memorias de lo que fuimos cuando aún no éramos nosotros… eso no está al alcance de todos los cráneos. Eso nada tiene que ver con la técnica, sino con el don narrativo, con la fascinación por la filosofía y la historia. Es hora de ser prácticos: cuando el mundo no nos sacie, tendremos que buscar orgasmos en la Cultura. 

Una noche asistí a un cortejo ajeno en un garito de Barcelona. Pim, pam, pum. Las intenciones estaban claras y la conversación fue brevísima, por no decir analfabeta. En cinco minutos los jóvenes ya habían cerrado su relación contractual y se estaban comiendo las caras con hambre -con ansiedad, de hecho-, como quien muerde paz antes de salir a la guerra, como perros asidos a juguetes. Miré el reloj y sólo eran las dos de la madrugada. “Qué prematuro”, me dije, chasqueando la lengua. “Qué poco creéis en el relato”, y sentí una ternura rayana en la pena. Ya sabemos quemar cartuchos. Ahora hay que recuperar la novela.