Alguien debería recordarle al vehemente portavoz popular, Rafael Hernando, que lo que según nuestra Constitución votan los ciudadanos en las elecciones generales es la composición del Congreso de los Diputados, que es el que luego decide quién va a presidir el Gobierno. Su empeño en proclamar que los españoles votaron como presidente a Mariano Rajoy, pese a la evidencia sólida de que una amplia mayoría lo hizo por opciones políticas contrarias a su continuidad, siempre ha resultado algo embarazoso y aun desconcertante. La reiteración del aserto en el trecho final del debate de la moción de censura, que otorgó al candidato que esta proponía el voto de 180 diputados, respaldado a su vez por el de doce millones de ciudadanos españoles, fue aún más allá, para adentrarse en el territorio de lo estrafalario.

Podrá discutirse, y cada cual así lo hará desde su legítima posición ideológica, la conveniencia política del resultado: lo que no admite duda es la normalidad democrática con que Pedro Sánchez entra en la Moncloa, como con elegancia y discreción muy superiores a las de su portavoz reconoció el presidente ya saliente en su breve y muy encomiable intervención final.

De este resultado y sus efectos se extraen varias reflexiones, que no conviene pasar por alto. La primera y más importante es que la ejecutoria del PP, antes de acceder al poder y durante los siete años en los que —con mayoría absoluta primero y desde una minoría precaria después— ha gobernado el país, le ha granjeado un rechazo contundente y multipartidista, suficiente para desalojarlo tan pronto como la coyuntura creada por esa sentencia devastadora ha servido para catalizarlo y articularlo en torno a una candidatura. Quien así sufre la reprobación de la ciudadanía, en democracia, debe tomar nota y recapacitar.

La segunda reflexión es que, más allá de si la operación sale bien o mal —lo que en última instancia dependerá del acierto y la inteligencia con que el presidente recién investido administre el capital que acaba de obtener, en una situación que no le es nada propicia, y más le vale ser consciente de ello—, supone un éxito rotundo de la democracia española, tantas veces puesta en entredicho con frivolidad intolerable desde sectores interesados más en hacer prevalecer su agenda, dudosamente democrática, que en velar por la materialización de la voluntad popular.

Nuestra democracia, que dista como todas de ser perfecta, ha dado sin embargo al mundo y a esos escépticos sin sustancia la lección de incorporar a una decisión que determina su futuro incluso a aquellos que no se sienten españoles. Porque, quieran o no unos y otros, la soberanía del pueblo español la conforman en igualdad de condiciones los que se reconocen en él y los que preferirían estar fuera pero hoy por hoy siguen integrándolo. Es un mensaje poderoso, y también una oportunidad, frente a los que cifran sus expectativas de medrar, aquí o allá, negando la condición de compatriotas a los que discrepan. Ahora sólo hay que gestionarlo, contra todas las adversidades imaginables.