En vano se han tomado los meses que se han tomado y han redactado una sentencia de trescientos folios para enviar nueve años a la cárcel a los procesados -un pensamiento aquí para los que están en prisión, condenados a más años, en sentencias mucho más breves que no lee ni comenta nadie-. Los jueces del caso de la Manada ya debían de contar con que iban a padecer el ejercicio de lapidación al que se ven ahora sometidos.

No es propósito de estas líneas alimentarlo. Tampoco lo es disculpar la conducta abusiva y demencial de cinco adultos que trataron a una que apenas lo era como un trozo de carne sin el más mínimo derecho; ni siquiera el de conservar su móvil tras el desahogo imperioso e inapelable de quienes no iban a aceptarle, en ese apartado rincón de un portal, un no como respuesta.

No se trata, tampoco, de justificar o respaldar un pronunciamiento judicial cuya lectura plantea muchas dudas razonables, en particular acerca del concepto de intimidación, que en la mente de sus masculinas señorías tiene un sentido que a este observador le parece demasiado alejado del proyectado en la mente de una chica que se ve sola de madrugada ante cinco sementales.

Se trata, tontamente, de reflexionar un poco.

La constatación fundamental, y hasta me atrevería a decir que incontrovertible, es que aquí han fallado unas cuantas cosas esenciales. Primero, en la educación moral y sexual de unos individuos que han llegado a conceptuar como expresión normal de su deseo el avasallamiento de un ser humano indefenso ante ellos por tantos motivos: edad, fuerza física, intoxicación etílica.

Segundo, en la tipificación legal de esa conducta, y en particular de la violación, que exige en nuestro Código penal una violencia o intimidación que no son indispensables en otros -donde basta con la ausencia probada y/o cognoscible de consentimiento- y que la interpretación jurisprudencial aprecia además de forma restrictiva.

Tercero, en la recepción de las decisiones judiciales, respecto de las que buena parte de la población tiene la idea, fundada o no, de que responden más a las inconfesables inclinaciones personales de los magistrados que a una argumentación jurídica más o menos objetiva. En conjunto, un estropicio de grandes proporciones, sobre todo si se tiene en cuenta que son muchas las mujeres que se ven expuestas, a lo largo de su vida, a alguna forma de conducta sexual abusiva, un mal que sería urgente combatir con eficacia y pleno consenso social.

Desde la aversión por los comportamientos masculinos que degradan a las mujeres y la discrepancia con las legislaciones que son indulgentes con ellos y con la praxis judicial que barre hacia quien atropella y no hacia la atropellada, pero también desde la convicción de que la justicia a las ofensas individuales no se hace en desquites colectivos -antes en las plazas en las que se alzaban los patíbulos, y ahora en el cadalso digital al que se hace subir a quien nos defrauda, sin preguntarnos si obró o no con motivo y en conciencia-, sólo queda la melancolía.

O recordar que las sentencias son recurribles.