Sobre el escenario del teatro Walter Kerr en Manhattan, asegura Springsteen que su éxito ha sido “salvaje y absurdo”. El éxito, a menudo, resulta del todo absurdo y, a veces -para algunos afortunados-, sorprendentemente salvaje. Con frecuencia, guarda una extraña relación con la calidad, y siempre tiene mucho que ver con la mercadotecnia y el márquetin.

El músico de Nueva Jersey, que lo ha tenido todo, en ocasiones ha sentido sin embargo que carecía de todo lo importante, como cuenta en su autobiografía. Tocaba para decenas de miles de fans congregados en un estadio, cada día en una ciudad diferente, pero llegaba a su casa, tras la gira, y sentía solamente angustia y derrota. ¿Es eso el éxito?

Janis Joplin hubiera entendido muy bien al Boss; decía que en los conciertos “le hago el amor a 25.000 personas diferentes. Luego me voy sola a casa”.

Keith Richards, que aún saborea una concatenación de triunfos que ha visto décadas, combatió esas destructivas emociones con numerosas sustancias, algunas legales. Pero, para él, el éxito viene de un solo lugar: “cuando te dicen que has hecho (bien) tu trabajo”. El socio principal de Mick Jagger tiene claro que la droga más importante en su vida ha sido siempre la música.

Ryan Adams, a quien también se podría considerar experto en algunas adicciones, debe de pensar lo mismo. En lucha constante con sus acúfenos producidos por la enfermedad de Ménière, el prolífico cantautor de Carolina del Norte supera su divorcio de la actriz Mandy Moore y otros desarreglos personales creando joyas melódicas como las que se encuentran en Prisoner, su último trabajo.

Estos tres grandes de la música que continúan vivos y en activo -a la cantante tejana la mató una sobredosis a los 27 años- saben que el éxito no parece hallarse en ningún lugar concreto del exterior sino, precisamente, en algún resbaladizo recoveco interno de muy difícil acceso. Un lugar del que uno, a veces, se convierte en su feliz prisionero, como intuye Adams: cuando se halla, no resulta necesaria ninguna valoración más; esa, la personal, es la única que lo vale todo.

Los tres compositores también saben que el éxito tampoco tiene mucho que ver con la felicidad. A veces uno y otra se cruzan, a veces se rechazan; pero no forman parte de un espacio común.

La felicidad tiene que ver, más que con lograr reconocimiento o dinero, con, como explica Tolstoi, “apreciar lo que tengo y no desear en exceso lo que no tengo”. O, como valoraba John Stuart Mill señalando algo similar, la clave está en “limitar los deseos en vez de satisfacerlos”.

Hay músicos que son felices tocando para audiencias mínimas; hay músicos que no lo son en absoluto tocando para miles de entregados seguidores. La felicidad, pues, no está en cuántos te escuchan, o cuántos te leen, o a cuántos influyes; sino en cómo se integra emocionalmente esa circunstancia.

Bruce Springsteen, como cuenta Jorge Arenillas desde Nueva York, ha limitado sus sueños -el teatro tiene una capacidad inferior a los mil asientos- pero los ha extendido -actúa hasta finales de junio-, y continúan siendo tan hermosos, y aún más apasionados, que los que entona desde el escenario de un gran estadio.

Al final, no importa el éxito. Ni la felicidad. Lo único importante es la música. Por eso Nietzsche, aunque se refería a otra, no se equivocaba cuando decía que, sin la música, “la vida sería un error”.