Por mucho que los políticos constitucionalistas, con Mariano Rajoy a la cabeza, pretendan tranquilizar a los ciudadanos, al final la realidad no se escapa: el país está roto. O, si no lo está, se está rompiendo. Y, a veces, las cosas, cuando se rompen, ya no tienen arreglo; o quedan tantas cicatrices que puede empezar a ser preferible que se resquebrajen del todo.

No se puede interpretar de otro modo el alarmante enfrentamiento que se está viviendo en el Estado debido a la crisis institucional y al incierto e ilegal referéndum previsto para el próximo día 1 de octubre en Cataluña. Una de las partes lo llama democracia y derecho a decidir; otra, asalto a la convivencia y perversión del derecho de quienes sostienen que todo está ya decidido. Unos lo amparan en el perímetro de la libertad de expresión; otros consideran que se trata de un ataque al ordenamiento legal. Y todos, unos y otros, asombrosamente, se refieren a lo mismo. Al mismo proceso, al mismo lugar.

Cómo no va a estar fracturado este país si la alcaldesa de su segunda ciudad señala su predisposición a ir a votar el primer día del mes próximo y el presidente del Gobierno advierte que quien acuda a una mesa electoral esa jornada estará haciendo algo ilegal.

Un país en el que la Fiscalía ordena a los Mossos impedir una consulta que el Gobierno de la nación siempre dijo que no se celebraría; un lugar que incluye una comunidad autonómica que suspende su rendición de cuentas a la Hacienda nacional al entender que ese control es “político” y no de estabilidad presupuestaria.

Un país que igual le corta la luz a uno de sus territorios el próximo 1-O, y cuyo presidente autonómico, al imaginar la penumbra, se jacta de que, entonces, los catalanes celebrarán una “jornada romántica”.

Una nación que tiene un Congreso en el que se suceden esperpentos, como el de Rufián presentando una impresora “republicana” como si fuera un objeto violado en uno de sus “teatrillos semanales”, como los caracterizó con evidente acritud la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría.

Los políticos que, como ella, defienden la Constitución, que registra el período de mayor crecimiento de nuestro país en todos los ámbitos en su historia reciente, intentan serenar a la ciudadanía. Porque “el referéndum no se va a celebrar”, como reitera con menguante convicción el jefe del Ejecutivo. Un número creciente de ciudadanos, sin embargo, observa la cada vez más inquietante cercanía de un precipicio político y social que ya parece difícil de salvar.

Más cuando desde la esfera internacional se alimenta la incertidumbre, como ha hecho Jean-Claude Juncker al señalar que Bruselas “respetaría” un “sí” a la independencia en Cataluña, si bien ésta quedaría fuera de la UE. La ambigüedad del presidente de la Comisión Europea, que al mismo tiempo asevera que acata lo que diga el Tribunal Constitucional español, representa de algún modo la confusión y el desconcierto que rodea a lo que pueda ocurrir en una de las jornadas más trascendentes que se van a producir en muchos años. Un día que puede marcar un punto de inflexión, quién sabe en qué dirección exactamente, como consecuencia de la grieta institucional que está rompiendo España.