En Kenia, si no tienes previsto votar en las elecciones no hay sexo. Al menos, eso es lo que propone a las mujeres la parlamentaria keniana Mishi Mboko: que no se acuesten con sus parejas hasta que éstas demuestren que irán a votar en los importantes comicios de este verano.

“Negad a los hombres el sexo hasta que os muestren sus tarjetas de votante”, solicita la controvertida política del Movimiento Democrático Naranja. El 8 de agosto se celebran unas trascendentes elecciones generales en el país, cuyo resultado se prevé, a menos de medio año de la cita, tan incierto como decisivo para el desarrollo de esta nación africana.

Acusado de crímenes de lesa humanidad, Uhuru Kenyatta, el cuarto presidente de Kenia, aspira a renovar el mandato que obtuvo en marzo de 2013. Pero la polémica Mboko se ha trazado como objetivo impedirlo. Y no duda en utilizar todas sus ideas para ello, incluso las más asombrosas. Sabe, sin duda, que el sexo es un arma poderosa, y no duda en aprovechar su determinante capacidad para intentar lograr unos fines compartidos por muchos ciudadanos.

Así que en este país del este africano quien no tenga previsto votar tampoco deberá disfrutar de vida sexual, si su pareja hace caso a la atrevida propuesta de quien representa los intereses de las mujeres en Mombasa, la segunda mayor ciudad del país.

Que el sexo mueve el mundo, o buena parte de él, no es algo que se vaya a descubrir ahora. Y, en la vida política, no lo hace menos.

Si bien es cierto que resulta confuso, como ocurre también a menudo en el ámbito privado, al menos en ocasiones, diferenciar entre los conceptos de sexo y amor. ¿Dónde acaba uno y empieza el otro?

John F. Kennedy se moría por Marilyn Monroe aunque estaba casado con Jackie Bouvier; más cerca en el tiempo y la geografía, al príncipe Carlos le seducía Camilla Parker -antipática para la mayoría de los ciudadanos- mucho más que Lady Diana Spencer, cuyo encanto sin embargo conquistaba a todos; y, aquí al lado, durante décadas Mitterrand dividía su vida en dos: una se la llevaba Danielle y la otra Anne.

¿Era amor? ¿Era sexo? Quién sabe. Pero, ¿existe alguna diferencia esencial entre ambos? ¿No acaban siendo lo mismo, o pareciéndose más de lo que uno imagina, con frecuencia?

El chantaje también ha sido siempre eso mismo: coacción, imposición, amenaza. No parece acertado que algunas mujeres contemplen la actividad sexual como un premio al buen comportamiento de su pareja. Ni, por supuesto, que algunos hombres consideren que tengan el menor derecho adquirido al respecto de esa actividad. Ni en sociedades ancestrales ni en otras más actuales.

El sexo a cambio de registrarse para votar en unas elecciones, más allá de la anécdota, supone una utilización cuando menos improcedente y desacertada de la actividad sexual. Ni siquiera ante el hermoso ejercicio del voto, ese gran privilegio que ostentan los demócratas, parece justificarse el chantaje sexual, por muy necesario que sea votar; por muy importante que sea que los ciudadanos elijan, y lo hagan bien, a sus futuros gobernantes.

El sexo, sin duda, mueve a los seres humanos como pocas cosas lo hacen; también el amor. Siempre queremos más de los dos. Pero no resulta cabal aceptar el chantaje más que en broma, aunque, en esta ocasión, se trate de una especie de coacción en positivo. Los kenianos deberán amar a sus parejas, ojalá que cada día, y también deberán votar en agosto. Pero, indudablemente, no hace ninguna falta vincular una circunstancia a la otra.