Hace unos días asistí en el Teatro Español de Madrid a la representación de Serlo o no de Jean Claude Grumberg. Salí muy agradecido a Josep María Flotats, que además de todo, que es mucho, pudo sobreponerse a una de las peores catástrofes que le puede ocurrir a un actor en escena. Cuando enfilaba el monólogo final, la catarsis emocional del texto, se disparó una alarma de incendios que obligó a interrumpir la representación. Flotats se disculpó, abandonó el escenario, se tragó la ira o la decepción o la tristeza o lo que fuera, volvió y consiguió levantar el espectáculo con una entrega que yo jamás había visto sobre un escenario.

Serlo o no es una obra excepcional. Es divertida, graciosa, emotiva y sobre todo oportuna. Lleva como subtítulo Para acabar con la cuestión judía, una pretensión cómica por inalcanzable. Ahí empieza la comedia, en el subtítulo.

El embrión del argumento es la incomprensión. Dos habitantes de un mismo edificio se van topando en la escalera. Uno de ellos es judío y es también un hombre educado y paciente que se presta a ir desmontando los clichés que, sin mala intención, le arroja su simplón vecino. Del tipo “¿Por qué no vive usted en Israel si es judío?” o “¿Cómo es posible que un ateo se declare judío si el judaísmo es una religión?”. Son diálogos que los optimistas encuadran en el teatro del absurdo. Los optimistas, insisto.

A través de varios encuentros fortuitos en el rellano de ambos personajes, Grumberg va construyendo un hermoso alegato a favor de la identidad individual frente a las identidades colectivas. Una orgullosa reivindicación de la idea de ciudadanía frente a las cómodas abstracciones románticas. La lucha de la complejidad del individuo frente a la simpleza de la colectividad siempre es hermosa. En este caso también es divertida.

Pero hace un rato decía que era una obra sobre todo oportuna. Los periódicos se nos han ido llenando de redentores durante estos años. Siempre estuvieron ahí, entre las zarzas, pero en 2007 atendieron al reclamo de la crisis. Y aquí los tenemos ahora. Toda redención comienza por una simplificación y hoy vivimos un verdadero asedio de simplificaciones del que no saldremos indemnes.

El otro día, los españoles nos reencontramos con Nicolás Sarkozy gracias a una vibrante entrevista de Cayetana Álvarez de Toledo en El Mundo. El conservador francés se presenta como el antídoto contra el lepenismo pero en él se advierten todos los síntomas de la infección populista. Es la perfecta metáfora de la vacuna: partidos institucionales que adoptan el discurso simplificador, apenas adulterado, para luchar contra las ideologías salvíficas.

Esa estrategia tan perversa que busca la victoria mediante la rendición y que al final de cuentas inocula el mismo virus. Hablamos del viraje al proteccionismo del Partido Demócrata de Hillary Clinton, del repliegue nacionalista de los tories de Theresa May y de la lógica binaria que Sánchez impuso en el PSOE, resumida en el estridente rezo de Miquel Iceta: “¡Líbranos de él, Pedro!”.

Los partidos institucionales no deben resignarse ante el éxito venenoso de la simplificación. Por eso el PSOE debería explicar mediante argumentos políticos su viraje a la abstención. No mediante cálculos demoscópicos, ni mediante tretas parlamentarias. Si va a facilitar un gobierno de Rajoy, el argumento no puede ser el temor a unas elecciones -¿qué clase de partido se confesaría temeroso de las urnas?-, ni debería escenificarlo con la vergonzante ausencia de once diputados.

Hay algo profundamente tranquilizador, casi revolucionario, en la pedagógica retórica del socialista Javier Fernández y también en el hecho de que Eduardo Madina decidiera bendecir al presidente de la gestora con un artículo en El Confidencial con un título tan higiénico como Elogio de la complejidad. Léanlo. Es un buen comienzo.