En el mismo momento en que comenzaron a sonar las campanas de la Giralda, en honor a San Antonio de Padua, patrono de los pobres, empezó la movilización de los sectores más reaccionarios de la ciudad, afines a la causa absolutista. Querían protestar por el ultraje que había supuesto la incapacitación temporal de Fernando VII, decretada por las Cortes, para resolver el problema de su negativa a trasladarse de Sevilla a Cádiz. Pero los Cien Mil Hijos de San Luis pisaban ya los talones al gobierno liberal y su último jefe, José María Calatrava, había decidido hacer de la isla gaditana el bastión final de la resistencia, como había ocurrido en 1808.

Ilustración: Javier Muñóz

Pronto se formó una enorme turba, nutrida desde los barrios periféricos, exteriores a la muralla de Sevilla. En ellos vivían los segmentos más pobres e ignorantes de la ciudad, ciegos seguidores de los mandatos del trono y el altar. Lo he contado en mi libro La Desventura de la Libertad:

“Eran jornaleros de San Roque que llegaban por el este, alfareros y vendedores ambulantes de Triana, que lo hacían desde el sur, pescadores de Los Humeros que acudían por el oeste y labradores de la Macarena que descendían desde el norte. Todos guiaban sus horcas, palos y navajas con la señal de la cruz”.

Su primer destino fueron los muelles de Los Remedios y la Torre del Oro, desde donde gran parte de los diputados liberales zarpaban para Cádiz. No llegaron a tiempo de impedir la salida del vapor Trajano, con la mayoría de ellos a bordo, pero sí de saquear la goleta que se aprestaba a acompañarle, transportando los equipajes. Fue una orgía de pillaje durante la que las joyas y objetos de mayor valor aparente quedaron en manos de los asaltantes y el resto de los bultos fueron a parar al fondo del río.

Allí perdió el bibliotecario de las Cortes, Bartolomé José Gallardo, más de doscientos volúmenes de su colección privada, algunos de inestimable importancia bibliográfica. El río también engulló el herbolario completo del botánico Mariano Lagasca, a la sazón diputado radical, el manuscrito de la tragedia del Duque de RivasDoña Blanca de Castilla, o la colección de monedas antiguas del periodista Félix Mejía, editor del implacable órgano comunero El Zurriago.

También hubo algunas víctimas entre los saqueadores, pues según el cronista oficial Guichot y Parody, “se dio el caso inaudito de ahogarse algunos de aquellos cafres que, habiéndose atado los pantalones por los tobillos y llenándolos de pesos duros, se arrojaron al agua para ganar nadando la orilla opuesta y se fueron al fondo como galápagos de plomo”.

La masa ultraderechista se esparció entonces por la ciudad, encontrando múltiples complicidades y arrasando el Café del Turco, el Teatro Cómico y otros enclaves liberales, al grito de “¡Muera la Constitución!”. La bacanal desembocó en tragedia cuando, en el intento de asaltar el Colegio de las Becas, sede de la milicia sevillana, provocaron la explosión de cuatro barriles de pólvora y la destrucción del edificio. Más de cien personas quedaron sepultadas en sus escombros.

Ciñéndose a la Historia de una infamia bibliográfica, el gran erudito Antonio Rodríguez-Moñino documentó los hechos en un libro cuyo título bautizó aquella zapatiesta como La de San Antonio de 1823. Ocurrió, pues, un 13 de junio de hace casi dos siglos.

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Nada más lejos de mi ánimo que pronosticar que la concentración convocada el próximo domingo en la plaza de Colón vaya a devenir en nada remotamente parecido. Tampoco pretendo establecer una equiparación entre aquellas masas absolutistas que arrastraron a la devastación a otros sectores de la ciudad y los extremistas que van a llevar a conservadores y liberales a confluir en la protesta contra los indultos del procés.

Pero la coincidencia de la fecha -ya es casualidad que, de los 365 días del año, fueran a elegir ese 13 de junio en el que, según la tradición oral, “se armó la de San Antonio”- propicia otras analogías. La fundamental, la de cómo una respuesta aparatosa y estridente a un agravio puede terminar beneficiando a los ofensores y volviéndose contra los ofendidos.

Eso es lo que ocurrió hace 198 años. La deposición del Rey por las Cortes, siquiera fuera durante cuatro días, era un acto de lesa majestad que espantó a la opinión moderada, dentro y fuera de España. Pero las escenas de pillaje y vandalismo en los muelles y calles de Sevilla, más propias de un espasmo revolucionario que de la defensa de una monarquía constitucional, enajenaron toda simpatía por la causa absolutista. El propio Duque de Angulema, jefe del Ejército invasor, terminó viéndose a sí mismo como el comandante de una fuerza de interposición entre dos facciones igualmente bárbaras.

Las escenas de pillaje y vandalismo en los muelles y calles de Sevilla enajenaron toda simpatía por la causa absolutista

En el caso de la protesta convocada contra los indultos puede ocurrir algo parecido: que la grave temeridad de Sánchez al favorecer a los sediciosos contumaces del procés, en contra del interés general, quede opacada por el significado político de ese “regreso” a la plaza de Colón. De hecho, Casado ya se ha quejado de que “la agenda mediática esté ocupándose del dedo y no de la luna”.

Al margen de que esto de la “agenda mediática” va por barrios, pues vivimos una etapa de exuberante y en algunos casos desaforado pluralismo, es obvio que “el dedo” siempre salta a la vista antes que “la luna”. Eso hace inevitable que, aunque sea un dedo acusador cargado de razón, no podamos desocuparnos de su propia textura, limpieza o consistencia.

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Dejémoslo claro. Los indultos son de dudosa legalidad por su carácter colectivo, porque benefician a quienes dan “estabilidad” al Gobierno, como ha sugerido el Supremo, y porque vulneran flagrantemente el código ético del PSOE. Sobre todos estos matices terminará pronunciándose, probablemente, la Sala Tercera. Pero tratándose de una potestad discrecional del Gobierno, lo fundamental es su flagrante inconveniencia.

Los indultos son de dudosa legalidad por su carácter colectivo, porque benefician a quienes dan “estabilidad” al Gobierno, como ha sugerido el Supremo

El otro día le pregunté a un ministro, con especial conocimiento de causa, si tienen alguna garantía explícita, o al menos implícita, de que los líderes separatistas vayan a corresponder a la medida de gracia del Gobierno con un aquietamiento en la legalidad que rebaje la tensión, elimine las provocaciones y descarte un nuevo intento de secesión unilateral. Sin ambages me contestó que no, que su apuesta por la “desinflamación”, el “reencuentro” y la “concordia” se basa en la conjetura -en el desiderátum, diría yo- de que a la otra parte también le va a convenir levantar el pie del acelerador y lamerse las heridas de la derrota.

Quizá esta sea la clave: el Gobierno cree que el separatismo fue derrotado en el 17, con la aplicación consensuada del 155; pero el problema es que sus líderes no lo sienten así porque lo efímero de la medida les devolvió enseguida el poder y tribunales de varios países europeos han rechazado la extradición de los huidos. Esta es la gran diferencia respecto a la negociación con ETA, tantas veces invocada como precedente: los pistoleros sí se sentían derrotados en todos los frentes y por eso entregaron las armas, para que sus portavoces pudieran acogerse al último salvavidas de la reinserción política.

Lo que hace tan peligrosos estos indultos es que lo único que está garantizado es su primer efecto: la legitimación ante la sociedad catalana y la comunidad internacional de los protagonistas del golpe fallido contra la democracia constitucional. Si se les indulta sin que conste arrepentimiento ni propósito de la enmienda, es como si el Estado se estuviera perdonando a sí mismo por haber procedido injustamente contra ellos. Todos sabemos que ese va a ser su relato.

Pensar que, a partir de ahí, van a reformarse y actuar con pragmatismo y lealtad institucional me parece el colmo de la ingenuidad. Un alto cargo socialista se ha apostado una cena a que tres meses después de los indultos el apoyo a la independencia habrá bajado cinco puntos. Puede que en la sociedad catalana haya ansia de estabilidad, pero los indultados sin tener que poner nada de su parte, se sentirán envalentonados, reafirmados en sus proyectos y, con un ritmo u otro, comenzarán a preparar el asalto final a la cima, desde un campamento base mucho más alto del que podían haber imaginado que se les permitiera ocupar.

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Es en todo caso una operación lo suficientemente arriesgada, confusa y mal explicada como para estar creando el mayor divorcio entre los votantes del PSOE y el Gobierno desde que Sánchez llegó al poder hace tres años. Lo inteligente por parte del PP hubiera sido mantener un firme rechazo en las instituciones y dejar al adversario cocerse en su propia salsa.

Los indultos son en todo caso una operación lo suficientemente arriesgada, confusa y mal explicada

Quién sabe si, en un contexto libre de interferencias, Susana Díaz no sería capaz de canalizar ese y otros descontentos y “la de San Antonio” no volvería a desencadenarse en Sevilla -con connotaciones ideológicas opuestas, claro- con motivo de las primarias del PSOE andaluz, también señaladas para este 13 de junio.

Pero el “regreso a Colón” es el dedo contrahecho que lo tapa todo, máxime cuando, a diferencia del momento de la foto de febrero del 19, las encuestas auguran que la suma de PP y Vox roza la mayoría absoluta. Al riesgo de que los indultos se conviertan en gasolina moral para el separatismo, se le suma así el riesgo de que Casado se olvide de cuánto dijo en la moción de censura de Vox y esté dispuesto a formar gobierno con la ultraderecha. Quedan más de dos años para que ese riesgo pueda materializarse y de momento la única filoxera que infecta los viñedos gubernamentales es de color morado. Pero la expectativa de pasar de una ponzoña a otra desalienta a muchos españoles que ni apoyan a Sánchez ni se identifican con los insultos que, cada dos palabras, le dedican los principales promotores de la manifestación de este nuevo día de San Antonio.

La primera reacción del PP fue no acudir a Colón. Luego se produjo otro de sus bandazos: irá el propio Casado, aunque eludirá fotografiarse junto a Abascal. No me extraña que, en cuanto se supo la noticia, un alto cargo socialista enviara un mensaje a un amigo del PP, en posición muy principal, dándole efusivamente las gracias. Un clavo sacaría otro clavo.

Claro que, más allá de esta ya habitual combinación de carantoñas y pellizcos de monja, ¿hay alguien medianamente informado que crea que un gran problema de Estado, como la situación en Cataluña -o, puestos a decirlo, la relación con Marruecos- puede abordarse, con una mínima garantía de éxito y estabilidad, sin un acuerdo previo entre el PSOE y el PP? Está muy bien que Sánchez viaje a Senegal y Libia, pero no a costa de dejar de viajar al fondo mismo del corazón de Pablo Casado. ¿Cuánto hace que ni siquiera lo intenta?