Lo veo cada día a la entrada del supermercado en el que hago la compra. Es un hombre negro, corpulento, de grandes ojos oscuros y saltones y sonrisa infantil. Vende un periódico solidario y a veces también mecheros y pañuelos de papel. No sé su nombre ni conozco su historia, pero de vez en cuando le compro un mechero que no necesito o un periódico que no leo, y saluda el gesto con un relámpago de luz en los ojos marrones y una sonrisa desmesurada.

El desconocido de la puerta del supermercado tiene en la mirada una expresión extrañamente dulce y pacífica y la paciencia mineral del que sólo puede esperar la buena voluntad del que se le cruza en el camino. Hace un horario de oficina: a eso de las ocho se marcha de su puesto en la entrada del súper, y los domingos no viene, como reivindicando cierto orden en su trabajo triste de aspirante a la generosidad de los desconocidos.

Con ese hombre, que no habla mi idioma, me he entendido siempre en el lenguaje universal de la sonrisa. Creo que le caigo bien, y estoy convencida de que, de algún modo, él también sabe que me es simpático. En realidad, aseguraría que le resulta simpático a todo el mundo: a las cajeras del súper, a los chicos que llevan los pedidos, a las viejecitas que le piden por favor que les sujete el perro mientras hacen la compra. Quizá porque siempre parece estar de buen humor. Quizá porque tiene la mirada limpia. Quizá por ese gesto de gratitud desproporcionada cuando recibe unas monedas de alguien más afortunado que él, que no nació en un país pobre, que no tiene que vender pañuelos ni sujetar a las mascotas de otros a cambio de una propina.

Hace unos días que me he dado cuenta de que el hombre de la entrada del supermercado ha perdido parte de la luz de sus ojos oscuros, y su sonrisa muestra una sombra de tristeza que antes no tenía. Me pregunto si le pasa alguna cosa. Si ha tenido malas noticias de su casa, allá al otro lado del mundo. Si está enfermo. Si ha perdido a alguien querido. Y quisiera preguntarle si hay algo que vaya peor, pero no hablo su idioma. Y, para qué voy a engañarme, quizá si lo hablase tampoco me atrevería, por temor a sentirme aplastada por el peso de la injusticia.

Mañana, al pasar por delante del súper, me pararé delante de él y le compraré uno de sus mecheros de colores, y me obsequiará con una de sus sonrisas, y yo me alejaré intentando tranquilizar la conciencia y no pensar demasiado en que este mundo es una verdadera mierda.