Ayer en Barcelona –que es una ciudad cada vez más desquiciada, más sucia y menos libre– asaltaron una carpa en el que unos jóvenes reclamaban la posibilidad de colocar en la calle pantallas gigantes para ver a la selección. La prohibición, como no, es cosa de la inefable Ada Colau , que dice que no quiere celebraciones en espacios públicos para no perturbar el descanso de los vecinos. Estoy segura de que los vecinos del barrio de Gracia están pasando unos días tranquilísimos y duermen fenomenal: ya sabemos que la guerra de okupas es mucho más agradable como rumor de fondo que el jaleo que se arma cuando marca la Roja.

El caso es que un puñado de insensatos (hay que serlo para hacer lo que hacen) se han organizado en plataforma para pedir pantallas callejeras en las que ver el fútbol. El sábado, mientras promocionaban su iniciativa, cinco macarras les cayeron a golpes. 

Las agredidas, por cierto, son dos mujeres. Dos chicas que, echando mano de su libertad, reclamaban el derecho a ver a la selección en un espacio público. A la hora de cerrar este artículo, seguíamos esperando la reacción oficial a la salvajada, en especial unas palabras de apoyo de la alcaldesa de la ciudad. Al fin y al cabo, se trataba de cinco machirulos pegando a dos chicas, que eso siempre debería despertar preocupación. Se ve que no las de Colau, que vive tan dividida entre su incapacidad y su sectarismo que es incapaz de detectar conductas machistas: los agresores se lo hubiesen pensado un par de veces si en la carpa hubiese habido dos tíos como dos castillos.

La alcaldesa puede blandir la vara de mando para impedir que los barceloneses celebren en la calle los goles de España, pero tiene la obligación de garantizar a los vecinos su derecho a pedir lo que les parezca. No va a hacerlo por la misma razón por la que impide que se coloquen pantallas para ver la Eurocopa: porque es la alcaldesa de los suyos, y cree que a los suyos no les interesa animar a la roja ni que inflen a leches a unas chicas con ganas de bandera española.

Me pregunto qué diría Ada Colau si las bofetadas se las hubiesen llevado unas activistas de la PAH de mano de unos tipos de ultraderecha. Pero como quienes cobraron fueron dos chavalitas traidoras a la causa, la cosa no tiene tanta enjundia.

Barcelona, epítome en otro tiempo de la España moderna y vanguardista, se ha convertido en una ciudad donde pueden arrearte impunemente por querer ver el fútbol en la calle.