Está la cosa que da miedo leer la prensa. Es rozar la pantalla del móvil con la punta del dedo índice y ver cómo este eyacula, facilón él, un caudaloso río de niños ciegos que sueñan con pilotar aviones comerciales sin estrellarlos en la montaña más cercana al aeropuerto, de refugiados con dos o tres carreras que se ven forzados a trabajar de camareros en un bar de Múnich (¡como vulgares españoles!) y de lectores presuntamente adultos que sacan a pasear sus lágrimas y sus metáforas de todo a un euro por las redes sociales. Más que eyaculación, lo de la prensa de 2016 es un squirting de cursilerías remilgadas, ridiculeces melindrosas y pornografía sentimentaloide para minusválidos emocionales.

No deja de ser un nicho de mercado como cualquier otro: a falta de lectores de prensa, vamos a por los de Corín Tellado y Paulo Coelho. Obligado a escoger, me quedo con la prensa rosa de toda la vida. Leyendo entre las líneas del ¡Hola! se puede intuir sexo y sordidez canalla entre seres llamativos y disfuncionales mientras que entre las líneas del nuevo periodismo “de interés humano” sólo se ve a curitas de festival veraniego, activistas de la nada y beatillas de falda plisada santiguándose y haciendo exhibición de su tembleque solidario. Su inocencia es incluso entrañable. Aún creen que el mundo se cambia escribiendo futilidades desde un MacBook Pro.

A esta infiltración de la literatura anecdótica en el periodismo, una gotera mojigata como cualquier otra, se le pueden encontrar varios padres. El primero de ellos, el puritanismo americano de universidad californiana de humanidades. El segundo, el macho alfa de la armonía intergaláctica: el inefable Zapatero. Y el tercero, en realidad el hijo bastardo del segundo, las orgías de meapilismo franciscano de la nueva izquierda, la de la gente, el pueblo y la tribu.

En este país sólo hay un infiltrado de la literatura en el periodismo y ese es Manuel Jabois. De él para abajo no merece la pena ni uno solo de sus imitadores, esos que a falta de talento literario moquean pucheros. Que esta gente te coge a Hunter S. Thompson y te lo convierte en Antonio Gala. Es la distancia que va de Dawkins y Hitchens a Punset y Wallraff. Me extraña que no lo vean, con lo leídos que dicen estar.

Y el caso es que ya me gustaría a mí ser tan insensible como esos solidarios pueriles (había escrito “puretillas” pero el autocorrector ha escrito “pueriles” y me parece bien) que quieren cambiar el mundo a base de coleccionar me gusta en Facebook. ¡Se les ve tan felices y ajenos a los cánceres de este planeta! Nadie más bienaventurado que el que consigue no sentir nada a base de sentirlo todo por todo el mundo todo el tiempo. Los hay incluso que extienden esa hipersensibilidad hasta los vegetales y las naciones.

Pero no creo que ni siquiera el mismísimo John Hersey tuviera las narices de defender la idea de que su Hiroshima haya cambiado el mundo ni la mitad de lo que lo ha cambiado ese paleto de (es un suponer) Des Moines, Iowa, que pilotó desde un búnker en el desierto de Las Vegas el dron Rapier que mató a ciento cincuenta militantes del grupo terrorista somalí Al Shabab.

Bah. No sé ni por qué me gasto.