Este lunes mencioné en un tuit a “las viejas momias comunistas” y a los pocos minutos se presentaron en mi cuenta cientos de individuos indignados que se definían como marxistas y leninistas, que es como hacer un chiste sobre el Minotauro y que acto seguido llame a tu timbre un miura de tres metros de alto al grito de “¡mitológico lo será tu padre!”.

Con las hoces y los martillos que aparecieron en mi listado de notificaciones podría haber segado el trigo de toda Ucrania y construido un par de cientos de tractores. Si también hubieran aparecido por allí las cruces gamadas del otro populismo, el de extrema derecha, me habría podido montar además un almacén de ventiladores. A fin de cuentas, en el tuit en cuestión recordaba una rocambolesca coincidencia ideológica entre Podemos, Donald Trump, los neonazis y los comunistas. Una falacia de asociación de libro, lo reconozco. Si llego a saber que Twitter era el Parnaso del academicismo en vez de una tasca me pongo corbata y tuiteo frases de Enzensberger.


Mi tuit era injusto porque… ¿en qué coincide Donald Trump con el paleocomunismo? Sólo en el rechazo de cualquier tipo de medida encaminada a la reducción de las trabas al comercio internacional, en la demonización del TTIP y el TPP, en la creencia de que imprimir dinero no crea inflación, en su defensa del aumento del sueldo mínimo, en la intención de reestructurar la deuda para reducir los pagos, en el proteccionismo de los sectores más ineficientes de la economía, en su declarado aislacionismo, en los discursos beligerantes contra ese hombre de paja llamado “las elites”, en el uso de la televisión y del espectáculo verbenero como medio de promoción, en la prepotencia y las formas matoniles, en su más que confusa postura sobre las pseudociencias, en sus continuas alusiones al “pueblo” y “la gente” y en la obsesión con una prensa a la que se pretende controlar desde el poder político y a la que se acusa de escribir falsedades al servicio de “la casta”.

Como un huevo a una castaña, efectivamente. El día que se enteren de que Mussolini pasó del comunismo al fascismo sin mover apenas uno solo de sus dogmas ideológicos les da un pasmo.

También es cierto que el comunismo, el viejo y el más viejo todavía, tiene una doble virtud. Es simultáneamente la única ideología que ha sido capaz de fracasar miserablemente en todos los países en los que se ha implantado y la que más seres humanos ha puesto bajo tierra. Y digo que es una doble virtud porque esos dos méritos, el de campeona de la miseria y de la muerte, deberían ser suficientes para curarnos de cualquier tentación adolescente al respecto. Ni siquiera en el terreno militar descolló la URSS: más de veintisiete millones de rusos, entre civiles y soldados, sacrificó Stalin como carne de cañón para vencer a cuatro millones de alemanes.

Y ahí andan unos cuantos españoles, más de veinticinco años después del derrumbe de la ideología más criminal de la historia de la humanidad, pidiendo otra oportunidad para esa peste negra que sólo parece convencer a los burgueses que jamás la han padecido.

Se quejaba el muy comunista Pier Paolo Pasolini de esos adolescentes que también se decían comunistas y que apaleaban policías en 1968. Y escribía:

“Ahora los periodistas de todo el mundo (incluidos

los de la televisión)

les lamen (como creo que aún se dice en el lenguaje

de las universidades) el culo.

Yo no, amigos.

Tienen caras de hijos de papá.

Buena raza no miente.

Tienen el mismo ojo ruin.

Son miedosos, ambiguos, desesperados

(¡muy bien!) pero también saben cómo ser

prepotentes, chantajistas y seguros:

prerrogativas pequeñoburguesas, amigos.

Cuando ayer en Valle Giulia pelearon

con los policías,

¡yo simpatizaba con los policías!

Porque los policías son hijos de pobres”.

Lástima que Pasolini entendiera tarde lo que es evidente para cualquier observador imparcial: que sólo un pijo puede permitirse el lujo de ser comunista.