Despertó Gregorio XVIII con la extraña sospecha de que, se encontrase donde se encontrase, nunca antes había estado allí: a oscuras; tendido en el colchón de una cama plegable –sin dosel– cuyos destartalados muelles emitían, cuando trataba de incorporarse, un repiqueteo escalofriante. De modo que, desplomado en medio de la habitación de aquel apartahotel de tercera, sólo sintió indiferencia.

“Estoy otra vez”, barruntó, “en el culo del asunto”. Arrastraba el Papa Gregorio XVIII, solemne y entristecido, una resaca de campeonato; de las que atormentan tras dejar a su paso un reguero de irreversibles lesiones.

Era una habitación sórdida. Tanto, que infundía un sepulcral respeto. Negra y siniestra, como la puerta de acceso al infierno. Nada que ver con las confortables dependencias de la orden de los carmelitas de la Santa Faz, en El Palmar de Troya –a unos 12 kilómetros de Utrera–, que acababa de abandonar. Estaba enfermo, el Papa Gregorio XVIII.

Parecía quebrado y ni siquiera podía pensar con claridad. Movía la mano derecha, que es la mano de bendecir, pero no bendecía sino que probaba la resistencia de las cosas que tenía o creía tener cerca. En todo intuía visos de apagón permanente. Nada iba bien dentro de ese cerebro suyo que discurría a paso de tortuga.

Encendió el televisor, con el mando a distancia que encontró –no sin dificultad– oculto bajo sus calzoncillos y una botella de vodka, y se topó, de golpe, cara a cara consigo mismo: “el hasta ahora jefe de la orden ha dejado una carta en la que confiesa que abandona la iglesia”, decía la voz en off de aquella reportera mientras, sobreimpreso en la pantalla, aparecía un retrato suyo con mitra y báculo, “porque ha perdido la fe. Desde entonces no se le ha vuelto a ver por El Palmar de Troya, y algunas fuentes aseguran que se encuentra en la localidad granadina de Monachil, en la que podría estar refugiado con una mujer con la que habría iniciado, al parecer, una relación sentimental”.

Fue entonces cuando ella salió del cuarto de baño, envuelta en una toalla que apenas disimulaba sus curvas, y lo atropelló: igual que lo haría un tren, cargado de material explosivo, antes de descarrilar. Un tren con los labios pintados de Red Velvet que, antes de estrujarlo, proclamó: “¡Ven aquí, ‘Pappa’ Pig mío, que voy a hacerte panceta!”.

Lo embargó la profunda convicción de que, dejándose llevar así, nunca subiría al cielo.

Pero le dio exactamente igual.