Carlos Rodríguez Casado

Carlos Rodríguez Casado

Opinión Libro primero, Camino del 36

Lerroux en la plaza de Oriente

(23 de diciembre de 1935, lunes)

23 diciembre, 2015 01:01

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Aquello tenía lo principal para ser una de las plazas más importantes del país: un gran edificio como el Palacio Nacional. No había más que dejar delante un buen espacio para que luciera. Y en cambio se había hecho una plaza provinciana, donde jugaban los niños en medio de unos arbolitos, ahora pelados, y estatuas horribles. José Bonaparte, alias Pepe Plazuelas, había mandado derribar las fincas sórdidas que se encaraban con la fachada de palacio. Los escombros quedaron amontonados durante años y solo después de la guerra de Independencia se fueron retirando. Pero entonces se creó un espacio, no para que pudiera contemplarse el palacio sino para lucimiento de los bloques de casas anodinas frente a las cuales se ajardinó un gran círculo rodeado por una parte de las cuarenta estatuas de reyes que habían estado almacenadas durante años en los sótanos de palacio y que en vez de colocarse como estaba proyectado decorando las cornisas del edifico, no se sabe si por el capricho de alguna reina o por criterio de los arquitectos, acabaron distribuidas por distintos emplazamientos, principalmente esta plaza y el Retiro.

Cerrados con una verja de hierro, en torno a los parterres había bancos para sentarse al sol o vigilar a los niños, y en el centro una fuente de pedestal y sobre ella la estatua ecuestre de Felipe IV, al que se había puesto una bandera republicana en la mano –era de las raras estatuas reales respetadas- con el caballo en posición de corveta.

En uno de los bancos se había sentado Lerroux, quien tras decirle a su chófer que esperara se paseó con su bastón de empuñadura plateada en mano por la que, aunque muchos pensaran que no, era su ciudad. Todos los Lerroux descendían de un oficial pelirrojo llegado con Felipe V y desde entonces habían prosperado en la capital, donde seguía residiendo la mayor parte de la familia, con casa solariega en la calle de Hortaleza. Él, como hijo de un veterinario militar, se había visto obligado a viajar de ciudad en ciudad, siguiendo los cambios de destino paternos, pero nunca perdió el contacto con sus raíces madrileñas. Allí cursó un par de años en el instituto de Noviciado, antes de seguir al padre a Cádiz. Y más tarde, tras desertar del ejército, pasó en la Villa algunos de los mejores años de su juventud, mientras se abría camino como periodista.

Entonces iba como tantos "papanatas" –así lo escribe en sus memorias- a ver el relevo de la guardia en palacio y contemplar la ceremonia, más que otra cosa por si reconocía a sus antiguos compañeros de Academia convertidos en oficiales, mandando tropas. Terminado el espectáculo, salía del patio de la Armería a la plaza y descansaba en el banco de piedra corrido que servía de base a la reja que rodeaba el núcleo central de los jardines. Se colocaba de espaldas a la fachada de palacio, mirando la casa inmediata al teatro real, en cuyo piso cuarto había nacido su padre. Allí solía tomar el sol un rato, como hoy, y un día, recordó, se le había acercado un joven de su misma edad, rubio, simpático, bien vestido. "Si no estorbo…", dijo con marcado acento catalán. Entablaron conversación. Era de Barcelona y supo que había tenido una aventura amorosa y un fracaso en Bolsa.

- Ando buscando un hombre de corazón capaz de hacer un favor a un muerto. Necesito que alguien se haga cargo de unas cartas que traigo en el bolsillo, de un medallón y de mi reloj, para que todo llegue a su destino. Me ha parecido, viéndole a usted solitario y triste, que me comprendería. En Madrid no tengo parientes ni amigos. ¿Puedo contar con usted?

Lerroux lo había mirado y se había echado a reír.

-Pero desgraciado, ¿no tiene usted madre, novia, no tiene usted en su tierra un corazón amigo?

-Lo perdí todo. Ahora vivo en un cuarto alquilado en la calle de Pizarro. Voy a cenar, luego me acostaré y me dispararé en el corazón. Mire mi revólver.

Lerroux le pidió que se lo enseñara. Cuando lo tuvo en la mano, se lo guardó en el bolsillo, pese a las protestas del propietario. Dijo que con aquel juguete no se mataría nadie. A raíz de ello cenaron juntos y el hombre le rogó que no lo abandonara esa noche. Lerroux lo acompañó y se instaló a su lado en un camastro en el suelo del cuarto, y el tipo, recobrada la fe en la humanidad, abandonó la idea de matarse. Eso había sido Alejandro Lerroux, reflexionó. Alguien siempre dispuesto a sacrificarse por los demás, a ayudarles, con un corazón grande y generoso. Era lo que le había llevado a meterse en política. Y ahora, por dos o tres nimiedades sin importancia, todos querían hacerle pasar por el gran corrupto…

Lerroux meneó la cabeza y miró el cielo nublado, tristón, frío, y luego, volviéndose hacia palacio, pensó en aquella vez que, estando escondido en un entresuelo de la calle de Arrieta pudo ver desde el balcón, cruzar por el cielo el avión que, pilotado por Ramón Franco, anunciaba la sublevación del aeródromo de Cuatro Vientos. Era la señal convenida para que el pueblo y los militares comprometidos se sublevaran. El aparato se dirigía al palacio con la intención de bombardearlo, pero al final, al ver el piloto a los niños que jugaban en la plaza, se había limitado a soltar unas octavillas, sin más. Otro corazón noble, pensó.

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