El periodismo actual se pasea con su traje de muerto a la entrada de un agujero negro. Ahíto tras comerse todos los marrones que flotaban en su redacción digital y harto de soportar las memeces del community manager de turno, se ha cerrado en banda. Huye el periodismo actual, después de soltar un lacónico "bye, bye, Spain!", por las carreteras secundarias de una Galaxia muy, muy lejana. Camina, sable láser en mano, por el lado izquierdo del arcén, bajo la cascada de tiempo-espacio que se derrama sobre el horizonte de eventos. Se comporta igual que el Gran Maestro Yoda. Deambula en busca de una nueva biografía.

Y, casi a oscuras, como en pleno cierre, recorre su espinazo esa frialdad azul que lo acompaña, como náusea al acecho, desde que los titulares y las entradillas se redactan en su planeta a golpe de hashtags, de mediocridad o de simpleza. O desde que el repiqueteo de las antiguas Hispano-Olivetti fue sustituido por el silencio administrativo propio de las funerarias interestelares venidas a menos.

El periodismo actual se comporta como si nunca hubiese vuelto de un viaje agotador.

Sin embargo, no existe remedio para sobrellevar tanto jet lag.

Al periodismo actual le han crecido los jedis hasta debajo de los iPhones y los úesebes. No le faltan enemigos. Es como si a Luke Skywalker se le empezasen a amontonar, como si fueran repelentes gnomos de jardín, cientos de darthvaders a los que apalear.

Algo funciona mal en un planeta cuyo entrevistador estrella y de referencia es Bertín, cansino intérprete de rancheras cuyo programa parece salido de un Masajes A Diez Euros con final feliz. Algo marcha –no mal, sino mucho peor– cuando unas elecciones generales se dilapidan en una especie de galáctico cara a cara en el que ningún candidato se moja.

Y, para más inri, nada puede ir bien cuando califican de "demagogia" las acusaciones contra Ignacio Villa -es decir, Nacho, mi villano favorito- por haberse pulido más de 136.000 euros durante su etapa como director de la Radio y Televisión de Castilla-La Mancha. Por no mentar, claro está, la disparatada apertura de una corresponsalía en Hong-Kong, por valor de 144.000 euros al año, mientras se producían recortes y despidos en el medio.

El periodismo actual se adentra, tras santiguarse, en un agujero negro.

Su interior, como el silencio de Wittgenstein, es el reino de lo extraordinario.

Con todas sus tinieblas.

Se requiere, para permanecer allí, la voluntad del estoico. O la del suicida.