Pareciera que lo importante es el nombre que le demos. Al presidente Hollande (a quien uno de los escritores franceses más influyentes, Michel Houellebecq, motejaba en estos días de “oportunista insignificante”) parece convenirle hablar una y otra vez de guerra para subrayar la ira del pueblo francés, de la que se siente depositario y gestor. Otros, por razones varias, huyen de la palabra como de la peste: hay quien encuentra contraproducente el belicismo verbal para lo que debe plantearse como la lucha contra simples terroristas; y hay quien, inmerso en una campaña electoral, sabe que la guerra, que sirvió en otras épocas y otras latitudes para ganar elecciones, puede aquí y en estos días ser pasaporte hacia el descalabro en las urnas.

Al margen de disquisiciones semánticas o terminológicas, la imagen de unos tipos armados con fusiles de asalto AK-47 y acribillando a cuantos se cruzan en su camino, así como la de los pelotones de militares avanzando en uniforme de camuflaje por las calles de nuestras ciudades, remite sin remedio a un escenario de combate que no puede pretenderse asimilable a una forma común de terrorismo. Lo que tenemos enfrente son individuos que se reputan guerreros, dirigidos y entrenados por militares (los muchos exmiembros del ejército de Sadam que forman parte de las filas del Daesh) y que tienen el objetivo, bastante propio de la guerra, de causar el máximo daño al enemigo.

La resistencia a considerar esto una guerra tiene un innegable fundamento en lo desastrosa que hasta aquí ha sido la respuesta bélica a la amenaza yihadista. La invasión de Irak de 2003 dejó dispuesto una suerte de parque temático del horror que los secuaces de Al Bagdadi aprovecharon con entusiasmo; y la prolongada ocupación de Afganistán no ha logrado alterar el sustancial dominio del territorio por parte de los talibanes.

El fracaso de esas dos guerras tiene su raíz en su irreflexivo desencadenamiento y su clamorosa ausencia de objetivos. Una guerra se hace para ganarla, ganar una guerra es tanto como alcanzar sus objetivos y sin éstos sólo cabe la derrota. Aquí el objetivo está claro: acabar con ese engendro que capta ciudadanos europeos descontentos y los reexpide convertidos en bombas volantes. La primera respuesta es policial, pero no parece, visto lo visto, que pueda eludirse el recurso a medios militares. El quid está en preparar y definir esa acción militar como no se hizo con las anteriores y no causar daños inútiles. Algo para lo que los bombardeos urgentes, la verdad, no parecen la mejor opción.