Desde que accedió al trono, a Felipe VI no se le conoce una sola declaración pública que no resulte cabal y sensata. Las últimas, este jueves, continúan subrayando la coherencia de su reinado.

A los niños que ganaron el concurso de ¿Qué es un rey para ti?, a quienes les modificó la hora de audiencia, les explicó que estos eran “días complicados”. A los adultos que han querido escucharle en un acto de la marca España –qué simbólico- les ha pedido que no tengan dudas: la Constitución prevalecerá.

No es que necesitáramos oírlo, pero en estos tiempos tan revoltosos tampoco viene mal. Si bien es cierto que el monarca, además de la integridad de España, defiende también tanto su papel en la Historia como, por hablar con claridad, su empleo actual.
Mas y los otros 20 políticos catalanes advertidos puede que no lo crean, pero la escapada que protagonizan no puede, y no lo hará, saltarse las normas –modificables, sí, pero solo por los conductos previstos-, del 78.

Otra cosa es qué sucederá cuando la desobediencia al Tribunal Constitucional del delirante Baños y los demás se manifieste. ¿Serán imputados por sedición? ¿Serán perseguidos penalmente y juzgados? ¿Acabarán en la cárcel por rebelión?

Surge, más allá de las respuestas a estas cuestiones, otra aún más relevante: ¿qué les parecería este escenario a los 1.620.973 votantes, el 39,54% de todos los que ejercitaron su derecho al voto el 27-S, esos que le otorgaron su confianza a Junts pel Sí y a sus dirigentes? Seguramente no serían felices.

La solución a un conflicto tan extraordinario como el que afronta Cataluña exige una solución compleja que lo aborde desde todas las perspectivas. La estrategia opuesta, la de imponer exclusivamente la razón que otorga la legalidad vigente, constituiría una táctica simplista que acabaría por rebotar con más independentismo y menos confianza de los soberanistas en el Estado que, todavía hoy, acoge a todos.

La verdadera complicación de esta gran encrucijada reside no ya en que Forcadell grite “Viva la (supuesta) República Catalana”; no en que Baños siga divirtiéndose humillando (más) a Mas; no en que lo que ha aprobado el Parlament sea abiertamente anticonstitucional, que por supuesto lo es; la cuestión es que la fragmentación de la sociedad catalana en dos bloques incompatibles resulta indiscutible y es sobre esta realidad sobre la que los políticos deben actuar.

¿Enamorar a los independentistas? Tal vez, o tal vez no, pero, desde luego, no se les puede ignorar aplicando únicamente los formalismos de nuestra estructura constitucional. Este camino puede que lleve a algunos a la cárcel, pero desde luego resultará inútil para zanjar el auténtico problema.