Carlos Rodríguez Casado

Carlos Rodríguez Casado

Opinión

Ramón y Pombo

(27 de octubre de 1935, domingo)

27 octubre, 2015 01:37

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Durante toda la semana los mentideros habían echado humo y hasta en las tertulias donde la política estaba generalmente prohibida se hacía excepción. Pombo, en la calle Carretas, era un café decimonónico, de mesas y espejos anacrónicos, cuyo techo abovedado le había valido el sobrenombre de la Cripta. Era sitio para tomar chocolate con churros y a ello se dedicaba el resto de la semana. Pero el sábado se transformaba, después de cenar, en cuanto Ramón se instalaba con su pandilla de artistas y calaveras. La tertulia era abierta y nada más darse alguien a conocer Ramón sacaba un libro de oro para que lo firmara y extraía debajo de de un banco un paquete de libros envueltos en un pañuelo y le dedicaba uno con su característica caligrafía y tinta roja.

-Yo no me avendría a hablar de política, si la política no se estuviera greguerizando. La política se esparce. Ha roto las Cortes, ha abierto agujeros en los muros, ha adquirido un ritmo más libre, a base de pistoletazos y tertulias, más leve, más estrambótico. Nada de retórica de mazacote, ni parlamentos de granito. La política, como la literatura, debe tener un tono arrancado, desgarrado, truncado, destejido, poético…

Algunos presentes tosían. Costaba respirar y, al acostumbrarse al humo, si mirabas alrededor te dabas cuenta de la fauna que había. Rostros famélicos, pálidos, ojos calenturientos. Gente estrafalaria, obreros revolucionarios, mendigos y por supuesto la bohemia literaria más variopinta. Muchos, vestidos de negro, parecían recién salidos de un cuadro de Solana cuyo famoso retrato de grupo –aquel en el que se ve de pie al propio Ramón- presidía la tertulia. El pintor, un habitual, nunca fallaba. Llevaba dos décadas presenciando en silencio los fuegos artificiales de Ramón.

-Yo estoy aterrorizado y horrorizado, pero fascinado. Con cada artículo que publico en la Revista de Occidente siento que entiendo menos lo que ocurre, y eso me entusiasma. Releo La Biblia en España de Jorgito Borrow, escrita allá por 1836, y empiezo a pensar que cada cien años los españoles sentimos la necesidad de matarnos los unos a los otros. Recordad a Larra: “Aquí yace media España; murió de la otra mitad”. Yo cada vez veo más pistoleros en la calle, y empiezo a tener miedo. A la muerte nunca se la oye porque ya en la intimidad de la casa anda en zapatillas. Y ahora pegan tiros, sí, pero pronto nos ametrallarán, lo que a los escritores tampoco nos sonará extraño: la ametralladora es la máquina de escribir de la muerte. Dentro de poco las calles mismas serán greguerías, y no habrá que ir muy lejos para tener la poesía más desgarradora y solanesca de cuerpo presente.

Ramón, patilludo e histriónico, era un rostro carrilludo de niño regordete y corbata de colorines. Medio escondidos por la sombra sus ojos negros despedían chispas y sus dientes rivalizaban en brillo con la corbata. Su voz impertinente y su desparpajo lo convertían en el mejor animador de la noche madrileña. Había hispanófilos que venían al Pombo solo por conocerle, a sabiendas de que fuera de ese momento, el resto de la semana apenas salía de casa sino que trabajaba quince horas por día, durmiendo con un cuaderno en la mesilla y anotando sus infinitas greguerías sobre un rollo de papel higiénico.

-Y es que ¿sabéis quién es el único genio verdadero de esta tertulia? Lo tenéis aquí a mi lado –señaló al hierático Solana-. Este señor tiene en su paleta moco de caracol, enjundia de gallina, jugo verde de sapo, amarillo de sol en las tapias, manteca, resinas, miel de la Alcarria, nogalina muerta. Pero su pintura de pastas negras resecas y casquería es la cosa más auténtica que se está haciendo en estos días…

Ramón deliraba felizmente, pero el tiempo fluía. Aunque lo normal era que la tertulia acabara a la una y media, hoy se había alargado hasta las tres de la madrugada, bien entrado el domingo. Con una mirada al reloj, Ramón se levantó de su asiento y fue rápidamente imitado por Solana y por quienes se escaqueaban a la hora de pagar las bebidas. Los camareros, muertos de sueño, se acercaron a cobrar lo que se pudiese, mientras Ramón, cogiendo su sombrero, hacía una desaparición estelar.

-La vida es decirse adiós en el espejo, el sueño un depósito de objetos extraviados, y el genio el que vive de nada y no se muere. ¡Adiós!

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