Un militar ucraniano camufla un obús cerca de la ciudad de Chasiv Yar.

Un militar ucraniano camufla un obús cerca de la ciudad de Chasiv Yar. Inna Varenytsia Reuters

Europa

Tras dos años de guerra cruel, la 'Nueva Rusia' de Putin está tan lejos como la liberación total de Ucrania

Para alcanzar sus respectivos objetivos, ambos bandos requieren que el enemigo sufra un revés, algo que actualmente parece poco probable.

24 febrero, 2024 02:55

Desmilitarizar y desnazificar Ucrania. Esas eran, en principio, las dos excusas tras las que Vladimir Putin escondía una vasta operación militar para tomar el control político en Kiev, expulsar o liquidar al presidente electo, Volodimir Zelensky, y de paso anexionarse las provincias que conforman la soñada 'Novorrosiya' en el imaginario nacionalista. Este sábado se cumplen dos años de una ofensiva en cuatro direcciones que se concibió con el objetivo de avanzar hacia la capital de Járkov, tomar el Donbás, empujar a las tropas ucranianas hasta el Dniéper, ocupar toda la costa del Mar Negro… e incluso cruzar zonas de exclusión nuclear si era preciso para llegar desde Bielorrusia hasta Kiev y formar así un gobierno prorruso liderado por el Yanukovich de turno.

La idea era controlar la capital en tres días y rendir el resto del país en diez. El hecho de que, dos años después, Rusia siga vendiendo como un éxito la toma de localidades medianas de dudosa utilidad estratégica como Bakhmut o, más recientemente, Avdiivka, lo dice todo del éxito de la “operación militar especial”. Ucrania no ha sido desmilitarizada, sino que, al contrario, cuenta en la actualidad con el mayor arsenal de su historia, gracias al apoyo de Occidente. No solo eso, sino que su candidatura a formar parte de la OTAN, completamente descartada en su momento, es ahora mismo una posibilidad sobre la mesa.

En cuanto a la “desnazificación”, siempre se entendió como un eufemismo para quitarse de en medio a Zelenski un judío y su gobierno. No hay demasiadas diferencias objetivas entre los grupos neonazis de un lado y del otro de la frontera. En todo caso, si alguien ha abusado de un lenguaje nacionalista, basado en los valores de la pureza racial y la fuerza bruta, que justifica el “espacio vital” como razón suficiente para iniciar una invasión allá donde le plazca ha sido el Kremlin. Sea como fuere, Zelenski sigue al mando del país, en ningún momento huyó de Kiev, como se le propuso desde Occidente, y es de suponer que se presentará a las próximas elecciones presidenciales, a celebrarse cuando decaiga la ley marcial.

[Occidente financió la guerra de Putin de forma indirecta al comprar a la India 3.000 M en petróleo]

Las claves de Odesa y Járkov

Tema aparte es la construcción de Novorrosiya. A pesar de que Rusia fracasó en su intento de convertir la operación militar en una guerra relámpago, sí es cierto que consiguió en muy poco tiempo tomar determinadas posiciones que ahora resulta casi imposible arrebatarle. Especialmente en el sur, las defensas ucranianas se vieron desbordadas o directamente evitaron el combate, algo que les ha costado el cargo a varios comandantes del ejército, acusados velada o directamente de traición a la patria.

En unas pocas semanas, Rusia llegó a controlar los territorios de la República Popular de Donetsk y la República Popular de Lugansk, artificios prorrusos sin reconocimiento internacional, tomó buena parte de la región de Járkov (aunque no su capital) y avanzó desde Crimea hasta la orilla sur del Dniéper, controlando el acceso al Mar Negro por los puertos de Berdiansk, Jersón y, posteriormente, Mariúpol. En fechas posteriores, el frente oriental alcanzaría las ciudades de Izium y Limán, y el frente sur se aproximaría peligrosamente a Mikolaiv y Zaporiyia.

Un militar ucraniano observa desde una trinchera cerca de la localidad de Robotyne.

Un militar ucraniano observa desde una trinchera cerca de la localidad de Robotyne. Reuters

Ahora bien, Novorrosiya exigía más. Exigía, por supuesto, Odesa, la ciudad prorrusa por excelencia, una referencia constante en la imaginería nacionalista. El puerto donde los marineros del acorazado Potemkin desafiaron al zar Nicolás II. La gran perla del turismo y el comercio ruso del siglo XIX y la joya marítima de la URSS en el siglo XX. Exigía, desde luego, Járkov, con su millón de habitantes que habían mostrado una actitud ambigua en las distintas revoluciones políticas de 2004 o 2014. Exigía, también, Zaporiyia, cuya central nuclear sí cayó en manos rusas, pero cuya capital resistió al invasor.

Con el tiempo, además, varias de estas piezas acabaron cambiando de nuevo de manos: a los pocos días de la anexión como provincias rusas de Jersón y Zaporiyia, los ucranianos consiguieron volver a echar a los invasores al otro lado del río Dniéper e incluso llegaron a tener una cabeza de puente al otro lado de Jersón capital. Semanas antes, las tropas dirigidas por los generales Zaluzhnyi y Syrskyi habían expulsado a los rusos de buena parte de la región de Járkov, llevándolos de vuelta a Svatove, a pocos kilómetros de la frontera.

Entre 300.000 y 400.000 rusos muertos en combate

La ventaja de definir objetivos tan abstractos como los que apuntó Putin es que cualquier resultado encaja en el perfil. Rusia sigue afirmando que va ganando la guerra y sus aliados lo repiten por todo el mundo, como repiten que Ucrania jamás le dará la vuelta a la tortilla. Nadie se preocupa en fijar unos criterios para determinar una cosa o la otra. Ucrania no empezó esta guerra, así que la sola resistencia ya es de por sí una victoria. Rusia pretendía algo que no ha conseguido y que parece ya casi imposible de conseguir: llegar a Kiev y cambiar el gobierno. 

Pese a los evidentes problemas logísticos de los últimos meses, el cambio de dirección en el ejército y las dudas entre sus aliados, Ucrania sigue resistiendo con bastante dignidad en todos los frentes. Para “celebrar” los dos años del inicio de la guerra y de paso regalarle a Putin una ración de propaganda de cara a las elecciones de marzo, el ejército ruso se ha volcado en las últimas semanas en la toma de Avdiivka y ha intensificado la ofensiva desde el norte de Járkov al sur de Lugansk, con un ataque coordinado en cuatro direcciones de cuyo éxito o fracaso puede depender el futuro inmediato de la Ucrania oriental.

[Scholz marca el paso a Europa ante Putin en Múnich: “Sin seguridad, lo demás no vale nada”]

El asunto en todo esto es el precio que se está pagando por satisfacer el delirio nacional-imperialista de Putin. Por supuesto, el sacrificio de cientos de miles de vidas da para mucho. Se calcula que Rusia tiene ahora mismo medio millón de hombres metidos en Ucrania y no tiene ningún problema en mandarlos a misiones imposibles, pero constantes. Eso está machacando a Ucrania, que no tiene esa ligereza moral, ni esa ventaja demográfica, ni la capacidad para producir de manera independiente todos los proyectiles que necesita para defender sus posiciones de estos ataques casi suicidas.

Putin no solo ha enviado a la muerte a entre 300.000 y 400.000 de sus hombres más jóvenes y preparados, según fuentes de la inteligencia militar estadounidense, sino que su obcecación ha acabado en la práctica con el Grupo Wagner, el mayor grupo paramilitar del mundo, ha provocado una grave crisis interna y ha convertido a su país en un remedo de Corea del Norte. Rusia se ha plegado sobre sí misma, eliminando incluso físicamente— cualquier atisbo de oposición y condenando a la miseria a millones de ciudadanos. Todo, insistimos, para tomar el Bakhmut o la Avdiivka de turno, auténticos páramos destruidos previamente por su propia artillería.

Monumento a los militares rusos muertos durante el conflicto entre Rusia y Ucrania, en Yevpatoriya.

Monumento a los militares rusos muertos durante el conflicto entre Rusia y Ucrania, en Yevpatoriya. Alexey Pavlishak Reuters

El estancamiento de Ucrania

Por otro lado, aunque las pérdidas humanas y materiales rusas son tremendas y probablemente inaceptables para cualquier otro estado, Ucrania parece hoy más lejos que hace un año de recuperar todo su territorio anterior al 24 de febrero de 2022. El mensaje desde Kiev sigue siendo optimista y durante buena parte de la contraofensiva de verano se habló de recuperar incluso Crimea, anexionada por Putin en 2014. Ahora bien, la realidad se ha mostrado terca en ese sentido.

Pese al enorme mérito que supone no solo resistir, sino incluso ganar terreno ante el, supuestamente, segundo mayor ejército del mundo, lo cierto es que Ucrania parece estancada en su avance. Rusia ha conseguido asentar sus posiciones defensivas al sur del Dniéper e incluso coquetea con un ataque desde Transnitria a poco que esta república moldava controlada por un gobierno títere prorruso declare su independencia, algo que puede suceder en cualquier momento a lo largo del año.

La falta de determinación de sus aliados occidentales, junto a sus propias querellas internas y la traición del ala trumpista del Partido Republicano, entregado por completo, como su líder, a la causa de Putin, hace muy complicado para Ucrania el aguantar el ritmo. Los misiles de larga distancia, ATACMS, llegaron demasiado tarde, igual que los Storm Shadows o los HIMARS. El presidente Biden tardó una eternidad en autorizar la venta de cazas F16 a Kiev y más aún está tardando la OTAN y sus países miembros en formar a los pilotos ucranianos que van a utilizarlos en combate.

La victoria solo puede ser una derrota ajena

Da la sensación, ahora mismo, de que, para conseguir sus respectivos objetivos —tomar todo el territorio al este del Dniéper en el caso ruso y recuperar lo perdido en estos dos años en el caso ucraniano—, cada bando depende de un hundimiento del enemigo. Es algo posible, pero improbable. La economía rusa podría decir “basta” o el cesarismo de Putin podría ser contestado con una rebelión interna que pusiera fin al conflicto, pero no hay nada que apunte en esa dirección, más bien al contrario.

Militares ucranianos caminan junto a vehículos blindados de combate abandonados cerca del pueblo de Robotyne, en primera línea de combate.

Militares ucranianos caminan junto a vehículos blindados de combate abandonados cerca del pueblo de Robotyne, en primera línea de combate. Reuters

Del mismo modo, una victoria de Donald Trump en las próximas elecciones presidenciales o la continuación del bloqueo republicano en la Cámara de Representantes a las ayudas a Ucrania, podrían suponer un desplome de su línea de defensa en el frente oriental, de consecuencias insospechadas. Este escenario, sin embargo, tampoco parece probable: Ucrania sigue teniendo el apoyo del resto de la OTAN, de la Unión Europea y de aliados lejanos como Australia o Corea del Sur. Hay que recordar también que, incluso sin apoyo exterior alguno, el ejército de Zaluzhnyi y Sirskyi consiguió repeler los primeros ataques sobre Kiev, Járkov y Odesa y expulsar a los rusos de la región de Sumy en el primer mes de la confrontación.

El daño, en cualquier caso, es enorme para ambos países a cambio de una recompensa escasa. Ucrania, sin culpa alguna, ha perdido unos 150.000 hombres en combate, ha visto como sus exportaciones de grano caían en picado por el bloqueo ruso del Mar Negro y ha contraído deudas que tardará décadas en pagar. Le queda, al menos, recuperar la libertad y el orgullo, que no es poca cosa, pero no deja de ser frustrante sufrir de esta manera por recuperar lo que uno ya tenía por derecho propio.

En el caso ruso, su lugar en el mundo ha cambiado para siempre. Por supuesto, aún le quedan aliados como Irán, Corea del Norte o China, pero su reputación en Occidente y sus inversiones han quedado en mínimos. Aparte, ha pasado de ser un país en apariencia moderno a convertirse en una dictadura militarizada y autárquica, sin disidencia posible. En otras palabras, no solo le ha arrancado a jirones la libertad a su vecino sino que se ha deshecho de la suya motu proprio. Los tiempos más duros de la URSS han vuelto y cabe preguntarse si Ucrania no será su Afganistán. Dos años son pocos para sacar conclusiones.