Jorge Raya Pons Ani Ardoiz

¿Qué tienen en común la periodista Anna Politkovskaya, la activista Natalya Estemirova y el agente Aleksandr Litvinenko? Las dos primeras investigaron las violaciones de los derechos humanos cometidas durante la guerra de Chechenia. El tercero escapó a Reino Unido tras una reconocida trayectoria en los servicios secretos, y tras amenazar con revelar los negocios y planes oscuros auspiciados desde el Kremlin. 

¿Qué pasó con el contratista Prigozhin? ¿Qué pasó con el abogado Magnitsky? ¿Qué pasó con el opositor Boris Nemtsov? Todos ellos compartieron el mismo destino. Todos ellos murieron de súbito, a balazos, envenenados o accidentalmente, después de denunciar la corrupción de la corte de Vladímir Putin, después de investigar las acciones militares y los abusos del Ejército, o después de criticar el autoritarismo del zar desde su llegada a la cumbre a finales del 99.

A la lista de cadáveres se ha unido Alexéi Navalny, el opositor más popular en mucho tiempo: el líder democrático que sacó a miles de compatriotas a la calle para protestar contra el régimen en un país donde expresarse contra el líder se paga caro.

Su lucha contra la corrupción apeló a millones de rusos, horrorizados por las vidas opulentas de los herederos del KGB en un país donde dos de cada diez rusos se alivian en letrinas. Lo que consiguió fue sencillamente impresionante. Hace tres años, una de sus movilizaciones acabó con una represión policial televisada en todo el mundo y los calabozos de Moscú hasta los topes, pues detuvieron a más de 5.000 personas.

Putin no tuvo piedad con Navalny. Primero lo envenenaron. Sobrevivió. Luego lo encarcelaron. Lo soportó. Finalmente lo trasladaron a un centro en el Ártico, a saber en qué condiciones. Y allí murió el pasado 16 de febrero a los 47 años.

"La derrota de Putin en Ucrania abriría una oportunidad para la transición en Rusia"

Muchos se preguntan qué será ahora de la lucha por la democracia en Rusia. Los opositores más populares están en el exilio, en la cárcel o muertos. Así que ¿qué esperanza queda de liberar un país regido con puño de hierro? ¿Quién se arriesgará a repetir el destino de los mártires? 

Yulia Navalnaya toma el relevo. Quizá con el ejemplo presente de la bielorrusa Svietlana Tijanóvskaya, que dio un paso adelante tras el encarcelamiento de su marido por el dictador Lukashenko. O de Zhanna Netmsova, hija del asesinado Boris Nemtsov. O de Evgenia Kara-Murza, esposa del encarcelado Vladímir Kara-Murza.

Putin cuenta los días para resolver la farsa electoral de marzo y ampliar su mandato hasta 2030. Navalnaya tendrá que decidir si liderar el cambio desde dentro, como su marido, o desde fuera, como Tijanóvskaya. Con cada opción corre un riesgo distinto, y no será fácil. Pero le guía la convicción de que la derrota de Putin en Ucrania abriría una oportunidad para la transición, y la confianza en que los sueños de libertad sean más fuertes que el novichok, las bombas y la amenaza de Siberia.